La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
Antonio Muñoz no ha perdido él solo las elecciones. Ni tantos buenos alcaldes socialistas -sin restarle méritos a los candidatos de la oposición- que han sido barridos por las urnas. El auténtico derrotado en estas municipales no fue otro que Pedro Sánchez, por su enorme desgaste y esa falta de respeto por la verdad tan soberbia, que le agotó el crédito político hace tiempo. Esto lo firman el mismísimo Alfonso Guerra, que lo advirtió antes que nadie, y Emiliano García-Page, quien a duras penas retuvo el Gobierno de Castilla-La Mancha, gracias a que se desmarcó de Sánchez desde el minuto uno. Los electores no pudieron ser más tajantes: todos los que se mantuvieron a su lado desde la lealtad, lo pagaron con su bajada a los infiernos, como bien se ha comprobado en Andalucía, desde Almería hasta Huelva.
La operación de relevo de Juan Espadas en el Ayuntamiento de Sevilla, a la larga, no ha podido ser más letal para el PSOE andaluz. No hace ni un año que se estrelló contra Juanma Moreno y este domingo Antonio Muñoz cedió el bastón de mando a un José Luis Sanz con el que a priori no contaban ni los suyos.
En tiempo récord, el PSOE ha perdido la Junta y su baluarte más emblemático: el Ayuntamiento de Sevilla. Y Granada y Huelva y Córdoba y Cádiz… Y el infinito y más allá. Es lo que tiene jugar con las alcaldías a los cromos, sin pensar en la voluntad de los electores. La lección la tendrían que saber los socialistas de memoria, tras pagar tan caro su osadía en Cádiz y Málaga, por ejemplo, donde no han vuelto a oler el poder tras cambiar de alcalde por puro interés partidista.
En cualquier caso, el giro al centro derecha estaba cantado y, no por casualidad, algunos socialistas andaluces con peso en Madrid adoptaron un perfil bajo esta campaña. Pero ni los malos augurios, ni los vientos de cambio, impidieron que alcaldes como Antonio Muñoz, cuyo caso es paradigmático, sufrieran un mazazo tan inesperado. Todos ellos comprobaron sin anestesia que el balance de gestión no ha contado en unas municipales, que acabaron en plebiscito contra Sánchez.
Tiene que ser muy duro, porque a los socialistas no se les podía pasar por la cabeza una derrota tan dolorosa como inesperada. De nada le sirvió a Muñoz que gozara de cierto carisma en Sevilla y que su gobernanza fuera más o menos aceptable, dejando a un margen la limpieza. Todo el esfuerzo de un sinfín de alcaldes y candidatos fue en vano porque Sánchez se entregó en cuerpo y alma, para que se hablara más de Bildu que de los servicios públicos municipales.
El PP no necesitó en Sevilla un candidato capaz de empatizar con las palmeras y con un brillo sideral para ganar. Antes al contrario, le bastó con un alcaldable serio, aseado y muy constante. Un José Luis Sanz, por cierto, al que Moreno le dio alas, a última hora, para que le diera un vuelco a las encuestas, a pesar de que no pocos compañeros de partido se habrían alegrado de la victoria de Muñoz más que de la propia.
La prueba de que el electorado fue a castigar a Sánchez reside en que en el resto de territorios tampoco tuvo piedad. El rechazo que provoca el líder del PSOE está cada día más justificado por sus concesiones al independentismo y por su obsesión por retorcer la realidad. Su distanciamiento con la ciudadanía llegó tan lejos, que hasta los más fieles le pidieron que asumiera la derrota en el seno socialista.
La mayoría de electores y entre ellos no pocos simpatizantes del PSOE coincidieron el domingo en que esta vez el lobo del cuento era el propio Pedro. Cuanto más fuerte gritó durante toda la campaña ¡que viene la ultraderecha!, más papeletas cosechó el PP. Igual que ocurrió en las pasadas andaluzas, los populares endosaron este domingo otra severa derrota a los socialistas en un sinfín de ayuntamientos y la mayoría de autonomías.
El PSOE entró en parada cardiaca mucho antes de finalizar el recuento. Sánchez se empeñó en nacionalizar la campaña y fue el peor veneno para sus alcaldes y presidentes autonómicos. Al anticipar las generales intenta frenar la sangría para no alargar la agonía.
Cuando los barones y los notables del partido ya exigían para sus adentros su funeral político, el presidente del Gobierno, en estado puro, sorprendió a todos al adelantar las elecciones, a la desesperada. Pudo arrastrar los pies hasta diciembre, a riesgo de soportar una campaña de acoso y derribo. Pero asumió la debacle en primera persona y decidió jugársela a una carta, o blanco o negro, mientras los suyos seguían tan grogui como Espadas, lanzando golpes al aire, cuando el combate ya había finalizado.
"Esperábamos una derrota, pero no este tsunami", acertaban a comentar algunos socialistas. Habrá que estar atentos a la evolución de un socialismo en estado crítico, pero si no hace un profundo examen de conciencia, podría terminar como en el país vecino francés.
Admitir su derrota y quitarle la presión a sus alcaldes y barones ha sido un primer paso necesario para Sánchez, pero el pronóstico es mucho peor que reservado, porque se ha llevado por delante un gran puñado de buenas alcaldías y comunidades autónomas. El resto de fuerzas a la izquierda del PSOE también se lo tiene que mirar despacio, puesto que la fragmentación sólo beneficia a la derecha, como se ha comprobado desde siempre.
Habrá que esperar al próximo 23 de julio para comprobar si el PSOE recupera el pulso, pero hoy parece que sólo un milagro podría reconciliar al votante socialista de toda la vida entorno a la figura de Sánchez. Quien se creía con un poder tan especial para flotar por encima de todo y de todos, ha comprobado con crueldad no sólo que era del todo falso, sino que ahora le dan la espalda hasta los más próximos, en privado. A sus rivales, pese al varapalo que ha recibido, les convendría gastar cuidado, sobre todo a quienes ya le den por muerto. No sería la primera vez que Pedro Sánchez consigue resucitar.
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