Todos de espaldas a todos

El diálogo va a ser imposible en mucho tiempo porque PSOE y PP han llevado tan lejos su enconamiento que cualquier desinflamación les penaliza ante los suyos y sería aprovechada por sus socios en cada extremo

El ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños (dcha.), y el presidente del CGPJ, Vicente Guilarte.

El ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños (dcha.), y el presidente del CGPJ, Vicente Guilarte. / Juan Carlos Hidalgo (Efe)

EL PSOE y el PP no van a abrir un diálogo que les conduzca a acuerdos de Estado básicamente porque los dos están incapacitados para hacerlo, porque no quieren y porque no encuentran ninguna recompensa electoral. Al núcleo duro de la dirigencia y la militancia de cada partido no le gusta pactar nada con el adversario, han sido alimentados con repelentes químicos. Están cómodamente instalados en una polarización transformada ya en combate de trincheras. Y tanto PSOE como PP viven vigilados por sus extremos, partidos vigilantes para que nada se desinflame. En la normalidad, perderían ellos. Nada tiene que ver el acuerdo del PSOE con EH-Bildu para arrebatarle la alcaldía al PP y dársela a los abertzales. Sólo opera como coartada. No había ninguna voluntad previa por parte del PP de dialogar productivamente y sigue sin haberla. Ni el PSOE está ofreciendo pactos tangibles al PP más allá de requerir su necesaria participación en el indigno e inconstitucional bloqueo del Consejo General del Poder Judicial hace ya cinco años porque el PP “no se fía un pelo” del PSOE, lo que constituye un argumento de gran calidad democrática y profunda enjundia constitucional.

1.853 días después

El CGPJ lleva 1.853 días bloqueado a este fecha y ha provocado ya que sólo en 2022 se quedaran 43.000 causas pendientes de resolver, la mayoría civiles, con afectación directa a los ciudadanos; hay más de 85 vacantes sin cubrir en el TS, en tribunales superiores de Justicia, Audiencia Nacional o audiencias provinciales; se dejan sin dictar miles de sentencias de divorcios o sucesiones y la desconfianza en este órgano es posiblemente irrecuperable, por mucho que su presidente, con el honor herido, pida lastimeramente: “Déjennos en paz”, como si hablara el responsable de un órgano virginal, no politizado y ajeno al lío monumental en el que nos han metido unos y otros. El comisario europeo de Justicia, al que el PP recurre cuando le conviene para trasladar el ruido más allá de las fronteras nacionales, ya le ha dicho que toca renovar y después pactar un nuevo sistema de elección de los jueces. Pero Feijóo lo ha entendido al revés, porque “no se fía un pelo del PSOE”. No es que no tenga motivos, ya lo sabemos. Es que no es excusa y cuando apela a esa desconfianza en vez de admitir que no quiere perder el control del órgano, tiene la misma credibilidad que cuando el PSOE nos pide que nos creamos que lo de Pamplona está aislado del acuerdo de investidura en Madrid o del de Chivite en Navarra. Vamos a morir todos de un atragantamiento de buena voluntad para creer y por consumo abusivo de relatos apócrifos.

Pamplona, el PSOE y EH-Bildu

El acuerdo con Bildu, aunque el PSOE no entrará en el Gobierno, tiene dos caras. Su principal problema es que los argumentos del PP son verosímiles y se parecen mucho a la verdad respecto a la correlación de apoyos en Madrid, Navarra y Pamplona. Y así volvemos a la casilla de salida de llamar “cambio de posición” a mentir. Movilidad de criterio a hacer lo contrario de lo que prometió el PSOE respecto a darle instituciones a los abertzales porque “les falta un recorrido” en cuanto a condenar la violencia. A la vez, es un acuerdo difícil de tragar por su significado y porque indica un camino hacia la Lehendakaritza.

Al margen de la argumentación en clave local por el bloqueo del Ayuntamiento y la incapacidad de aprobar unos presupuestos, los argumentos de Ramón Alzórriz, portavoz socialista en el Parlamento de Navarra y secretario de Organización del PSN-PSOE, tienen su relieve y su trascendencia: la atracción de Bildu a los espacios institucionales de la política y al marco constitucional no sólo no es un tema menor sino que era un clamor en la sociedad española cuando ETA aún existía y asesinaba.

EH-Bildu no es el partido que le gustaría encontrar en las instituciones al 99% de los ciudadanos, obvio. Pero es legal y obtiene apoyos populares que lo legitiman, aunque haya una legitimación moral que no ha alcanzado por no condenar con claridad la violencia de ETA. El acuerdo de Pamplona incluye un reconocimiento claro de los abertzales contra el terrorismo y un ejercicio de reparación a las víctimas; el compromiso de trabajar por la memoria y la Justicia. Los mismos que antes colocaban la ikurriña en el balcón municipal pamplonica y quemaban la bandera de España en los mediodías de pintxos y txirimiri, van a respetar la ley de símbolos de Navarra y renuncian a que el euskera sea una imposición. Sí, el movimiento se demuestra andando. No son socios preferibles para nada y es fácil de entender el rechazo mayoritario al pacto, pero limitarse a decir que los socialistas “son escoria”, que “es un pacto encapuchado” o “miserable” le sirve al PP para mantener altos los decibelios y a la parroquia engrasada, pero no contribuye en nada a sacar definitivamente a los radicales de su propio infierno.

Garantía de nada

¿Estos acuerdos garantizan que EH-Bildu no vaya a hacer o decir algo que no nos gustaría volver a escuchar? Posiblemente no, aunque hoy es muy difícil que el mundo abertzale regrese a la carretera violenta. Básicamente porque Bildu aspira a gobernar el País Vasco y porque, aunque lo repitan hasta la saciedad, EH-Bildu no es ETA sino un rompeolas más complejo y con muchos matices. Es la suma de Eusko Alkartasuna (una escisión del PNV, que siempre ha estado contra el terrorismo), Alternatiba (hija de la Izquierda Unida del País Vasco y cuyo portavoz, Oskar Matute, siempre ha sido igualmente claro contra el terrorismo), Aralar (que siempre desestimó el terrorismo como vía para conseguir avances políticos) y Sortu, que, ahí sí, son herederos de Herri Batasuna y aunque legalizada por el TC, alberga a dirigentes marcados por el terrorismo, entre ellos Otegi, algunos de los cuales, con condenas aunque cumplidas, ocupan posiciones institucionales. De la metralleta al escaño hay un tránsito importante, por mucho que repugne. ¿Un terrorista deja de serlo alguna vez? ¿Queremos una sociedad en la que los ex terroristas puedan participar en la vida política? Son preguntas interesantes y forman parte de otro debate. De momento, las leyes españolas y el TC dicen que sí, que pueden.

El otro frente

Pero el PSOE tiene más frentes. De alguna forma el minuto de intervención de Puigdemont en el Parlamento Europeo a unos metros de Pedro Sánchez casi lo ha normalizado políticamente, más allá de que la agenda del presidente incluya o no reuniones con el líder de Junts. Se preveía que la legislatura iba a tener demasiadas curvas. La desabrida portavoz de Junts, Miriam Nogueras, de la nutrida cantera de odiadores a España, señalando a jueces desde la tribuna parlamentaria sólo demuestra que gobernar con estos aliados parlamentarios es imposible, máxime si en el acuerdo se coló la idea del desmontaje de la llamada guerra judicial. El ministro Bolaños se va a tirar ejerciendo de apagafuegos lo que dure el mandato. Y a efectos políticos y como contraespejo de la aún no acreditada desinflamación independentista, en lo que llevamos de legislatura se ha conseguido que un político como Puigdemont, condenado al ostracismo bruselense y sin protagonismo en la vida pública española, regrese con su cadáver posconvergente entablillado en el caballo de 1.714 a colonizar las crónicas y a alancear a ERC, que naufraga en su Gobierno ofreciendo un pésima respuesta institucional a problemas acuciantes. Doctores tiene la iglesia.

La nueva España

Igual conviene prestarle menos atención a la política y más al censo, al menos mientras no lo elabore Tezanos. La anualización presentada esta semana ofrece oro molido informativo. Un primer dato: el 20,1% de los españoles tiene ya más de 64 años. Con solo ese dato en la mano, los partidos deberían sentarse a acordar como se construye la España de futuro envejecida y cada vez más mezclada. Somos ya más de 48 millones de habitantes (de los que 41 tienen nacionalidad española), con un incremento de 600.000 personas en un año. En el 42% de los 8.131 municipios españoles aumentó la población. Torrevieja, Estepona y Benidorm, entre las ciudades más relevantes, fue donde más se incrementó; en Linares, Cádiz y Puertollano donde más decreció.

Los colombianos (142.391 más), los ucranianos (83.401 más) y los venezolanos (64.498 ciudadanos más) tiraron del aumento censal firmando en total un incremento del 10% respecto al año pasado. No obstante, los marroquíes (894.000) y los rumanos (629.755) siguen siendo las nacionalidades más numerosas. Según el Pew Research Center, España es el país occidental que ha recibido a más extranjeros durante lo que llevamos de siglo XXI, teniendo en cuenta que entre ellos, y con datos de 2022, también proceden de países con mayor nivel de renta que España: el Reino Unido, Francia, Italia y Alemania.

Esta transformación paulatina en la composición de la población afectará lógicamente a todas las políticas públicas, la cohabitación con el recién llegado, a la cultura, los hábitos e incluso a la lengua. Aunque sólo fuera por egoísmo, este fenómeno le viene como agua de mayo a España. Le permite mejorar la natalidad, nutrirse de perfiles que sostienen buena parte de la oferta de servicios y sectores primarios y que contribuyen de forma decidida a mantener la caja publica y un estado de bienestar futuro. Pero de esto se habla en España sólo accidentalmente salvo en círculos especializados. Pero incide en todo, en la educación, la sanidad, el transporte público o el voto. Igual por ahí… por el voto…

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios