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En la conversación era siempre ágil, despierta, directa. Hablaba sobre Cine de barrio y William Shakespeare con la misma autoridad. Tenía opiniones bien formadas lo mismo sobre Pedro Lazaga y Mariano Ozores que sobre Eduardo de Filippo y Bertolt Brecht. Conocía su profesión a fondo y no rechazaba ninguna de las facetas que habían alimentado su trabajo como actriz. Concha Velasco era la Chica Ye-yé y la Chica de la Cruz Roja, pero también la joven intérprete que, en 1964, deslumbró en Primera fila con El jardín petrificado de Robert E. Sherwood, junto a Fernando Rey, en el papel que había hecho inmortal en el cine a Bette Davis. Le gustaba recordar que, cuando estrenó Buenas noches, madre de Marsha Norman con Mari Carrillo en 1984, la crítica estadounidense que acudió a ver el montaje destacó su interpretación por encima de la de Sissy Spacek en la misma obra (también quedó Carrillo, si nos atenemos a aquel dictamen, mejor parada que Anne Bancroft). Pero una década antes, en 1973, cuando protagonizó Las brujas de Salem de Arthur Miller en Estudio 1, ya había quedado claro que a Concha Velasco ningún papel le venía pequeño ni grande. Cuando su presencia comenzó a hacerse habitual en televisión, entendió este reclamo como una oportunidad para llevar más público al teatro, y así fue: hasta su despedida con La habitación de María, salas y auditorios se llenaban de incondicionales encantados de ver en carne y hueso a la artista que se presentaba en el salón de su casa todos los fines de semana. Fue en Teresa de Jesús, y siempre se mostró agradecida por ello, donde con más fidelidad quedaron aliadas la actriz de mayor vuelo dramático y el icono televisivo. Pero no siempre la dama de la escena y la artista popular mantuvieron el equilibro que Concha Velasco habría preferido. La primera vez que la entrevisté, en 2004, me confesó que su cuenta pendiente más amarga era la dirección teatral. Que habría querido seguir los pasos de Nuria Espert en este sentido, que había recibido ofertas muy interesantes, que se veía capaz y que hasta Antonio Gala la había animado a probar el oficio. Pero temía que tanto otros artistas como el público la siguieran viendo como la Chica Ye-yé el día en que decidiera ponerse al frente de un montaje. En la producción teatral, en la que tuvo una fortuna irregular, pudo reservarse una función más discreta, pero tampoco esta dedicación le procuró el consuelo que buscaba. Entendía que su imagen era objeto de un cariño masivo pero que su vertiente más popular le había cerrado algunas puertas. El balance, en cualquier caso, era para ella más que satisfactorio. Pero no dejamos de tener en Concha Velasco un emblema representativo de las peores contradicciones de la cultura española en el siglo XX.
Porque lo que también temía Concha Velasco era que, si se lanzaba a dirigir teatro, dejara de ser reclamada para la interpretación con la misma frecuencia. Y es que la creación artística, sobre todo en el cine y en el teatro, se ha entendido y se entiende a menudo en España por exclusión: si haces comedia, no puedes hacer drama; si diriges, eso significa que la interpretación ya no te interesa o, por lo menos, que no vas a tener tiempo; si tienes mucha audiencia en televisión, olvídate de aceptar proyectos independientes o minoritarios. La aceptación por parte del público es la mayor bendición a la que puede aspirar un artista, pero se trata por lo general de una aceptación estrecha, exclusiva, anclada en un solo registro. Concha Velasco quiso gustarle a todo el mundo: a las familias que la veían en la tele los sábados por la tarde y a los amantes de los clásicos. No rechazó a nadie ni rechazó a una sola de las actrices que quiso ser. En sus últimos años admiró (y envidió) en su gran amor, José Sacristán, su dedicación continua a la escena y su condición de estrella reclamada por los talentos incipientes del cine; pero Sacristán, un actor también querido como pocos, nunca encarnó, sin embargo, un gancho televisivo de primer orden. La cultura española ha tenido en Concha Velasco una figura capaz de hacer lo uno y lo otro con igual soltura, siendo la misma, sin traicionarse nunca, con sensibilidad suficiente y altura de miras, en un sentido tan barroco como honesto. Ella concitaba lo más elevado y lo más cotidiano con igual tino, un poco como los intérpretes británicos más populares que, llegado el momento, se lían a publicar libros sobre cultura clásica y se implican en proyectos arriesgados y experimentales de los que salen siempre indemnes. En España, sin embargo, tal mestizaje ha representado siempre una solución impensable. A Concha Velasco la popularidad le reclamó un precio y ella lo pagó, convencida. Al menos, en la última década, antes de las producciones dignas del mayor olvido con las que se despidió de los escenarios, tuvo tiempo de que sus seguidores televisivos la vieran en el teatro metida en la piel de Hécuba con la adaptación de Juan Mayorga y de la Reina Juana de Ernesto Caballero bajo la dirección de Gerardo Vera. Como la gran dama de la interpretación que fue.
El estreno en 2011 del musical Yo lo que quiero es bailar a las órdenes de José María Pou (quien la había dirigido ya en La vida por delante) significó para Concha Velasco la ocasión de hacer un nuevo balance de la manera más sanadora. En aquel espectáculo, en el que la actriz se mostraba al público tal cual era, con todas sus paradojas encantadoras y sus capacidades más diversas, la intérprete evocaba a la niña que soñaba con subir a un escenario y que vio cumplido su sueño, aunque, de nuevo, tuvo que pagar un precio elevado. Cabría preguntarse hasta qué punto no ha pagado la cultura en España un precio igual de estricto al dejar en el lado menos visible de la historia buena parte de sus mitades más brillantes. Porque aquí las matemáticas no pueden ser exactas: hubo, bajo el nombre de Concha Velasco, una artista que pudo haber sido muchas. Y todas fueron maravillosas.
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