La lluvia en Sevilla

Bajo el signo del ficus

El ficus de San Jacinto es hoy símbolo del ‘greenwashing’ municipal y de entender los árboles como mobiliario urbano

Hace unos años, el helenista Pedro Olalla se brindó a mostrarnos la Acrópolis al escritor Héctor Abad Faciolince, a su hija, la cineasta Daniela Abad, y a servidora. Piedra a piedra supimos que el primer templo de todos, el primer lugar consagrado a lo divino, fue el bosque. Nos explicaba –cuánto asombro- que aquellas columnas de mármol pentélico del Partenón entre las que paseábamos representaban árboles. Hubo un tiempo en que cortarlos por cortarlos fue considerado un sacrilegio.

Se me viene a la memoria aquella tarde en Atenas mientras entrecruzo las lecturas de los libros Naturaleza sagrada, de Karen Armstrong, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, y Humanismo del árbol, del poeta Carlos Edmundo de Ory, que acaba de darlo a la luz la editorial sevillana Athenaica. También cada vez que paso bajo la no-sombra del ficus de San Jacinto que –duramente azotado, falsamente acusado, despojado de sus vestiduras y expuesto ante el templo– es signo e incomodísimo símbolo de cómo hemos perdido la conexión entre los seres humanos y el mundo natural. Representa la falta de sensibilidad, la estrechez de miras y cierto greenwashing político de quienes hoy toman las decisiones sobre el patrimonio natural de esta ciudad. También la cómoda indiferencia de esa parte de la ciudadanía, nostálgica de la Sevilla perdida y, a la par, indolente ante los embates a su patrimonio. Hay incluso quienes no quieren ni oír hablar del tema –se cabrean, incluso, y buscan cómo esquivar lo que en el fondo les interpela, con falacias de brocha gorda, tipo “Hay cosas más importantes”, “¿Qué quieres, que el árbol mate a las personas?”, “Si no fuera de los curas no protestarías” o “Si tanto te gusta el ficus, llévatelo a tu casa”–. Ese árbol moribundo, y el hueco que nos dejan los de la Encarnación, representan el desprecio, sincero y contemporáneo, a la materia viva de la que formamos parte. Un árbol sano, pero falto de todo cuidado, fue reducido al tocón en torno al cual, actualmente, los responsables de su mantenimiento dan vueltas hasta marearnos, pero a la vista está: al ejemplar centenario se le está dejando morir. La escabechina es completa. Los otros, que inspiraron Las Setas, fueron estrangulados en el nombre del falso progreso.

El problema de fondo es que hemos aceptado la cosificación como manera de relacionarnos con lo que está vivo. Entendemos los árboles como simple mobiliario urbano. Sin embargo, no hay seres vivos reemplazables por otros; un plantón no consuela la tala injustificada de un olivo vivo y milenario. Los discursos científicos y técnicos sobre la gran crisis climática no bastan mientras continuemos entendiendo el mundo natural como un mero fondo para hacernos selfis.

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