La lluvia en Sevilla

Lo efímero permanente

Sevilla está llamada a ser el ‘photocall’ de la parusía, no podemos permitir que nos arrebaten ese puesto

Hoy hablaré de cosas que no conozco más que de oídas: del alumbrado y de la muerte, asuntos ambos que conciernen a la idiosincrasia de Sevilla en la que perviven trazas del barroco, y es por eso que, aquí, el brillibrilli efímero se entiende por lo bajo con la nada larga y canina. Observen ustedes las vanitas de Valdés Leal.

Es por su destreza con lo efímero y dorado que Sevilla está llamada, muy a mi pesar, a ser el Vigo del Mediodía, a disputarse el primer puesto en el estúpido ranking de la estridencia navideña, el árbol de mentira más grande, la ascensión de las almas por escaleras mecánicas. Lo hemos demostrado en los Grammys: Sevilla está llamada a ser el photocall de la parusía, no podemos permitir que nos arrebaten ese puesto. Somos capaces de recorrer en tiempo récord el camino que va del delicado, casi chinesco, farolillo al foco cegador; del altarcillo de pan de oro al stand propio y de aglomerado en Fitur. Hemos demostrado de sobra que lo efímero aquí es, además de grandioso, nuestro y permanente.

Les pongo ejemplos. El túmulo a Felipe II, a la vera de la catedral. Qué cosa más grande, qué de columnatas y esculturas. “Voto a Dios que me espanta esta grandeza”, escribió Cervantes en un soneto (con estrambote, para que le cupiese el monumento entero) que acababa incidiendo en lo efímero, con un “…fuese, y no hubo nada”. Más ejemplos: los arcos, colgaduras y juncias del Corpus. La feria que se monta y se desmonta esforzadamente cada primavera. La ampliación de los veladores por el Covid. ¿Cabe ejemplo más grande del eterno efímero sevillano que los veladores ampliados con la pandemia? Nada dura más que lo provisional en Sevilla.

Sucede no sólo que lo efímero en Sevilla es permanente, sino que hay algo de permanente en todo lo efímero, incluso en todo lo que estuvo, o fue, y ya no. Me impresiona observar cómo nombramos, persistentemente, lo que no está: puertas que no existen, el río que ya no corre y más bien un estanque, la Alameda sin apenas álamos blancos, el arco de Troya destruido quizá por algún aqueo… “Coge por aquí, por la Pasarela, hasta el Prado…”, me explica una señora dibujando el aire con el dedo. Lo que el tiempo, más que el viento, se llevó, lo muerto o perdido resiste en pie, a modo de ciudad invisible. Me pregunto si eso es bueno o si acaso nos hace ensoñarnos o, peor, mentir sin querer al hablar de la Sevilla actual a la que poco o nada le va quedando de aquello que se cuenta al filo del tópico... Una cosa es nuestro enganchazo cíclico a lo efímero, brillante y colorista, y otra esta muerte civil, en nombre de una prosperidad más falsa que ojú, que cubrimos de nostalgia y resignación (“ay, patio mío”), y pasamos a otra cosa.

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