Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

En la barra (o la barrera)

La barra de un bar es una atalaya magnífica para el estudio o la mera observación de la estupidez

Algunos entran en un bar creyéndose el conde-duque de Olivares o al estilo Liberty Valance. En el amplio y variado catálogo de quienes trabajan en él para atender, los camareros, damos con personas eficientes, atentas, displicentes, agobiantes, bordes, amables, insolentes, despistadas, perdonavidas, respetuosas, confianzudas y serviles. La conjunción de uno y otro, cliente y mesonero, tiene su importancia, pues la línea que separa la sintonía entre ambos -conocida también por "buen rollo"- de una atmósfera desapacible -y si ésta se espesa, de la bronca- es muy fina. Frágil. La barra de un bar, tan añorada en esta época malhadada, es una atalaya magnífica, un puesto estratégico privilegiado, para el estudio a fondo o la mera observación de la vanidad, el engreimiento y el desahogo -en fin, la estupidez- del hombre. A este lado de la barra encontramos individuos que sólo ven en la otra parte criados cobistas o siervos sumisos porque, como se ha dicho, creen que con ellos entra en el bar don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar. Y entre los camisas blancas -de un tiempo a esta parte ya también negras- podemos darnos de bruces con un excelente tirador de cañas que, a la par, resulta ser un inagotable teórico-práctico de la parataxis.

Antes del 14 de marzo del año pasado entrábamos en un bar a disfrutar de la vida o a olvidarnos de la puta vida -según nos fuera-, y podíamos hacerlo de uno en uno o de catorce en catorce. Entonces no había que cargar con manual de instrucciones ni con cartas de navegación ni con tabla de horarios ni con una lista del pasaje ni con salvoconductos. Tanto si nos apontocábamos en la barra solos -lejos y a salvo del paratáctico- a modo de burladero para esquivar -y también lamernos, por qué no- las cornadas del día -¡y fuera cual fuera la hora!-, como si juntábamos dos mesas para formar una chalupa con una decena de locos beodos -ahora hay que tirar por la borda a cuatro-, lo hacíamos con naturalidad y no como en estos tiempos, con la tensión de los emboscados, agazapados en los alrededores de las mesas ocupadas y sin apenas disimular el ansia cuando descubrimos nerviosos que sí, que ahora, por fin, los de aquella se van a levantar porque ya han pedido la cuenta y ya se van ya se van ahora vamos nosotros nos toca a nosotros es nuestro turno ahora vamos nosotros id pensando lo que vais a pedir y así ganamos tiempo y pensad en una alternativa por si no tienen lo que queréis que igual se les ha acabado nos toca a nosotros ¡a nosotros!

En este delirante marco ha tenido lugar el incidente del delegado señor Cabrera en un restaurante. Ya parece todo aclarado. Menos para Vox, que sospecha de un enjuague entre el concejal, al que ve como don Gaspar, y el local y busca un Cabreragate. Señores, por más que se intente, así es imposible respetar la Ley Seca.

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