La lluvia en Sevilla

Sevilla al volante

Propongamos a la Unesco nuestro aparcamiento en segunda fila como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad

Si se estilara como antaño lo de nombrar santas patronas, inaugurar advocaciones y otras formas de acogerse a lo sagrado, propondría –bajando a tierra una mijita los conceptos de la dormición o el buen viaje– a Nuestra Señora del Tránsito, o me haría saetera oficial de la Calzada Congestionada. No tengo automóvil pero sí ojos en la cara, y también soy usuaria de la vía, no menos principal que los conductores por ir a pie, en bici o de paquete, cual Virgen de Valme. No padezco los modales hispalenses al volante tan activamente como quienes tienen que tomar cada día el coche para trabajar, pero no por ello deja de afectarme el estado del tráfico. Cuando vine a vivir a Sevilla, hace casi un cuarto de siglo, me sorprendía sobremanera una expresión que escuchaba en la radio: “Retenciones en el nudo de la Gota de Leche”. No entendía nada. Aquello me sonaba a grumo, no sé, a calostro más propio de la gran ubre que de la gran urbe. Al tiempo comprendí: también esta ciudad es una porción de habitantes rodeada de coches por todas partes.

Miro las imágenes de Sevilla grabadas por Juan Sebastián Bollaín en los 70. La ciudad ha perdido demasiadas cosas desde entonces, pero también hemos ganado parte de ella a los autos, que habían convertido plazas históricas como El Salvador o la de San Francisco en puñeteros parkings. Normal que unas de las figuras más singulares del paisanaje urbano hayan sido los gorrillas y sus inequívocos gestos, carrerillas y advertencias solapadas. A quienes se recrean en lo metasevillano, en la inauguración perpetua de “lo nuestro”, les diré que pocas cosas hay más de aquí que aparcar en segunda fila; no sé por qué no lo proponemos a la Unesco como patrimonio inmaterial.

No me detendré hoy en el amplio margen de mejora (qué eufemismo) de la organización del tráfico, o en preguntarme por qué los pasos de cebra ahora los dibujan sólo en sus extremos. Vengo a cuestionar nuestra manera de estar al volante. Conozco ciudades con conductores más cafres –Nápoles, Marrakech y otros pastos de caóticas motillos–, pero Sevilla no es precisamente un mar automovilístico en calma. Hay algo realmente malaje en quienes asedian al muchacho que va de prácticas en el coche de la autoescuela, hay algo chulesco y prepotente en tantos como conducen cambiándose de carril para colarse en el hueco de seguridad que deja otro más prudente, hay continuas reyertas verbales, tirones, insultos y embestidas, gente que pita sin parar hasta en domingo. Quienes vienen en coche desde el pueblo se echan a temblar. “¡Inútil!”, grita el conductor del autobús a una conductora a la que se le ha calado el coche y trata de arrancar. “¡So inútil!”, se suman en coro varios pasajeros. Dónde irá toda esta gente, tan listísima y hábil, con tanta prisa.

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