La lluvia en Sevilla

Lluviología

La lluvia en Sevilla cae en plan persecución: nos corretea por las calles

Disculpen que les hable del tiempo, como dijo el tito Baudelaire, no se puede ser sublime todo el rato (como si acaso pudiéramos o quisiéramos serlo ni un instante). Si me paro a pensar qué evento de estos días en Sevilla ha calado, literalmente, en mí, sostengo que es la lluvia. Esta lluvia loca, casi inédita, a mantas, de rayos y truenos y nube sobre nube, charcos abisales, caras de asombro o de mosqueo bajo los toldos y ropa lluviada en los tendederos. Por llover me llueve hasta en los sueños. La lluvia en Sevilla -adviértase que así se llama esta columna, por más que se empeñe la cursi de Audrey Hepburn, no es gran cosa. No cae casi nunca y, cuando lo hace la suele liar, porque cae en plan persecución: nos corretea por las calles. Froallo, babuña, zarzalo, brétema, chuvisca, patumeira… los gallegos poseen unas 70 palabras para matizar la lluvia. Aquí, en cambio, no conocemos demasiadas versiones de la misma. Todo es agua, agua bendita.

Quizá porque soy de campo, me alucina esa gente que se queja cuando llueve. Llega a sorprenderme incluso que no salten de alegría cada vez que cae una gota. En este sur que avanza a pasos grandes a la desertificación, al sol torrencial y a las aguas idas de la olla y salidas de madre, las jornadas de chubascos tranquilos y persistentes debieran declararse festivas. Por algo tenemos aquí -y porfió el cargo de patrona con la de los Reyes- a la Virgen de las Aguas, con sus zapatitos mágicos a lo Dorothy que, al dar con ellos en el filo del torrente, repliegan las crecidas de los ríos y riadas.

No sé si la lluvia siempre sucede en el pasado, lo que sí sé es que toda lluvia remite a otra lluvia. La de estos días, en plan monzón, la tengo comparada con las del trópico, con las de esos mundos en los que no hay verano ni invierno, sino La Niña y El Niño, tan hartibles. Y con la lluvia de San Juan Viejo, en Puerto Rico, que es mi favorita porque allí he visto a la gente seguir charlando o tomando o bailando bajo el aguacero, como quien se da un manguerazo agradeciendo el refrescón. Si arrecia y nos pilla cruzando el puente, y nos vuelve el paraguas y nos moja hasta la barriga, no puedo reprimir la risa nerviosa. Ni mi grito feroz cuando un coche, a mala baba, nos baña con la mugre del charco. Ni la ciudad ni sus habitantes estamos preparados para el agua. Ni para los paraguas, que, si no nos los olvidamos en todas partes, los portamos bajo el brazo como lanzas de un combate, con gran peligro de ensartarnos unas a otros, o nos encasquillamos en calles estrechas por querer pasar a la vez con aquello abierto. La lluviología es esta arte inexacta de vivir a veces como quien oye llover.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios