La lluvia en Sevilla

Ladrones de música

Hasta ahora pensaba que las orquestas trabajan con ciertas garantías y que no existen los ladrones de música

Sevilla arrastra, mal curada, una fama infausta, tan viva como vieja: la de albergar el patio de Monipodio y ser la cuna de Rinconete y Cortadillo, de descuideras, burladores, trileros, palmeros, busconas y valentones, de gentes que buscan las vueltas para hacerse con el botín de unas migajas. A veces tengo la impresión de que aquí, por suerte y por desgracia, no salimos del barroco. Allá por los ochenta, se puso de moda un chiste en el que Felipe González adivinaba en qué lugar estaba con sacar la mano por la ventanilla del avión: si se le mojaba era La Coruña, si rozaba una cumbre es que llegaba a Granada… Sabía que sobrevolaba Sevilla porque al sacar la mano le robaban el reloj de pulsera.

De un tiempo a esta parte, esta fama, quizá injusta (la criminalidad ha subido bastante este año, pero no lideramos el ranking), se ha revitalizado a partir de robos curradísimos en chalés de gente conocida, o de casos como el de las menores que cometían robos con violencia, y que recordaban a una banda de pequeños raterillos (vulgo, los niños liacones) que hace décadas camparon por la Alameda. Una cosa es el desmantelamiento, trocito a trocito, del huevo de Colón –monumento que, más que instalado, parece que lo revolearon– y otra tener a profesionales del asalto: estos últimos no se dedican a birlar ferralla.

Esta semana nos ha conmovido un atraco, el de los ladrones de música, que se han llevado los instrumentos de la orquesta Opus One. Con el debido respeto y solidaridad, no he podido evitar verle el punto neorrealista: los ladrones llevándose, a sonoros cacharrazos, las famosas Tubular Bells; la orquesta presentando la denuncia en la comisaría; los músicos, en la desesperación de haber sido robados y de haber perdido la posibilidad de seguir ganándose la vida. En El maestro Juan Martínez que estaba allí, la novela de Chávez Nogales que cuenta las desventuras de un bailaor en la revolución rusa, el protagonista se adentra en un hotel en llamas para rescatar sus partituras y castañuelas: eran su medio de vida. Leo en este su Diario que los instrumentos carecían de seguro, porque las compañías no los aseguran. Todo resulta extemporáneo, o es que quizá he sido demasiado optimista al pensar que vivíamos tiempos más avanzados, donde las orquestas trabajan con garantías y no existen los ladrones de música. Otrosí, la inseguridad no se combate con un estado policial y una hipervigilancia que nos convierta a todos en sospechosos o en esclavos de una falsa libertad, como algunos sugieren. Hay procedimientos avanzados, propios del sistema democrático, basados en la inteligencia más que en la fuerza, que mucho bien harían para desmantelar de una vez por todas la extraña fama de Sevilla, que se aviva tristemente en cada robo.

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