Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Esperando a la multitud

Aguardamos pacientes a volver a sortearnos para no tropezar en la calle Tetuán o en la calle Sierpes

Una ciudad sin gente es una ciudad muerta. La multitud es un signo esencial de la vida urbana", nos recuerda Deyan Sudjic en su obra El lenguaje de las ciudades. Ilustrando esa idea y para explicar la ambivalencia de la multitud, una foto en ese libro de una muchedumbre tiene este pie: "La multitud es la expresión tanto de la energía democrática como de una amenaza ciega. La plaza Tahrir, en El Cairo, pasó de ser un foro de intercambio revolucionario a un campo de muerte por unas fuerzas policiales fuera de control y una masa misógina".

Las calles de Sevilla, como las de las demás grandes ciudades españolas, como las de todos los pueblos, llevan vacías muchos días. Durante varias horas -este periódico ha publicado numerosas fotos a lo largo del llamado estado de alarma- han ofrecido el aspecto de una ciudad abandonada, con avenidas sin tráfico y plazas sin vida. A veces un transeúnte solitario cruzaba, entraba en el foco y la instantánea, debido precisamente a esa única presencia humana, presentaba una imagen aún más tétrica, como si ese hombre o esa mujer fuera el último habitante de la ciudad y con sudeambular agregara a la estampa de la desolación urbana el drama de su soledad. Sevilla se había vaciado. La multitud, esencial en su vida diaria, había desaparecido.

Esta ciudad conoce bien esas dos caras de la multitud. Por fortuna, disfruta mucho más de la de rostro amable. Estos días, desde la noche del sábado, estaría gozando a cada hora en una fiesta en la que el gentío, con la diversión y la convivencia como elementos claves, hace de un espacio urbano convertido en toda una ciudad portátil un lugar pleno de esa "energía democrática" (o se le supone). Pero ha conocido también el lado oscuro de ese misma multitud, una selva propicia para la madriguera de quienes instigándola y aterrorizándola la convierten en una turba descontrolada y peligrosa para sí misma (en el recuerdo aquellas algaradas de la madrugada del Viernes Santo).

Aquí y ahora, aunque en demasiadas ocasiones dé motivos de peso para suscribir el misántropo lamento de Thomas Bernhard ("¡Es siniestro estar en la multitud! Saber que se es eso: ¡la multitud!"), estamos a la espera de volver a verla surgir y ocupar, con la primera de sus caras, la amable, el espacio que le corresponde: los paseos, las avenidas, los parques y las alamedas. Si ha de ser poco a poco, que lo sea. Nos armaremos de paciencia. Hasta entonces, hasta que volvamos a sortearnos como en un eslalon para no tropezar unos con otros en la calle Tetuán o en la calle Sierpes y nos cisquemos en todo lo ciscable al volante atrapados en el atasco de turno, no seremos nosotros mismos. Eso, la multitud.

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