Afanador | Crítica de danza

El universo visionario de Marcos Morau

El Ballet Nacional de España en el Maestranza. / Antonio Pizarro

Hace más de quince años, el fotógrafo colombiano afincado en Nueva York, Ruven Afanador, decidió venir a España y afrontar con su cámara dos de los temas que más le apasionaban: los toros y el flamenco.

De su trabajo con el flamenco en Sevilla y Jerez nacieron dos libros espectaculares: Mil besos (2009) y Ángel gitano (2014). Artistas de la tradición, como El Torta o Concha Vargas, y jóvenes de la vanguardia flamenca de entonces como Israel Galván o Eva Yerbabuena, pasando por bailarines y bailaores de la talla de José Antonio o Manolo Marín, quedaban igualados por su visión deformante y fantástica, hecha de postizos, negros maquillajes, joyas y abanicos descomunales y un contraste cegador entre el negro de los vestidos y los elementos y la luz cegadora de los escenarios elegidos, como la cantera de El Palmar de Troya o algunos cortijos de la campiña sevillana.

Ese mundo surrealista en el que Afanador, como un mago, logró reunir a artistas de todas las vertientes de este arte poliédrico que es el flamenco, ha sido el elegido por Marcos Morau para satisfacer el encargo realizado por el Ballet Nacional de España y su director Rubén Olmo.

Porque el espectáculo que vivió anoche su estreno absoluto en el Teatro de la Maestranza es, sin duda alguna, un espectáculo de Marcos Morau, uno de los directores y coreógrafos con más talento de la danza contemporánea española e internacional, como lleva años demostrando con su compañía, La Veronal, y con otros muchos conjuntos -entre ellos la Compañía Nacional de Danza- con los que trabaja, como en este caso, como coreógrafo invitado.

Un espectáculo denso, complejo y realmente impresionante, cien por cien Morau y cien por cien Afanador, cuyo imaginario logra trasponer a su lenguaje con la mejor de las arcillas: los 33 bailarines del Ballet Nacional de España.

Con sus compañeros de viaje habituales en la escenografía, el vestuario y la iluminación, y con la labor de Roberto Fratini en la dramaturgia, Morau va tejiendo un entramado en el que las que las escenas de conjunto, espectaculares de entrada simplemente por el número de bailarines, como la de los pies a telón bajado, van dejando paso a otras, oníricas y casi narrativas, en las que la danza, tan abstracta como llena de intenciones, nos lleva por caminos desconocidos, reminiscencias del cine expresionista de la primera mitad del siglo veinte, del teatro de sombras, de la vida campesina y pueblerina de la Andalucía más ancestral y de todo cuanto haya pasado por la imaginación de este creador que, además de coreógrafo, es también fotógrafo y artista plástico.

Fantásticas imágenes en blanco y negro parten siempre de una instantánea del fotógrafo colombiano, al que homenajean, además, el gran plató que simula la escena y todos los elementos -focos, pantallas…- con los que los propios bailarines juegan continuamente.  

Poco a poco, haciendo guiños a elementos como el enorme lazo negro con el que posara Matilde Coral o a la camisa de mangas de acordeón con que vimos a Daniel Saltares, los bailarines y bailarinas del Ballet Nacional se entregan sin red a partituras de brazos probablemente nunca exploradas, o a un paso a dos en el que parecen bailar un contact flamenco, casi acrobático, que alcanza un gran nivel de violencia, o a un solo femenino con bata de cola en la que se pone a prueba, con la guitarra de Bermúdez de fondo, la capacidad de la bailarina para reinventar todo lo aprendido hasta ese momento.  

Imposible describir la cantidad de escenas que van sucediéndose, inscritas de uno u otro modo en una banda sonora hecha de una multitud de fragmentos: músicas flamencas, marchas de Semana Santa y un continuo fondo, electrónico o no, que mantiene el sonido a una altura tal que al final llega a saturar y a acercarse a la monotonía. Por ello se agradecen las escasas irrupciones del cante de Gabriel de la Tomasa, en los cantes de trilla sobre todo o la bonita voz de María Arnal cantando la Nana del Galapaguito que armonizara Federico García Lorca.

Al igual que las fotos de Ruven Afanador, el espectáculo Afanador cae en el exceso. Así, una hermosísima escena, como es la que presenta un balcón sobre una pared blanca y en el balcón, de espaldas, una mujer con una melena negra que llega hasta el suelo, como una Rapuncel o una Melisande gitana -en el libro era Esperanza Fernández la que la llevaba- va evolucionando con la incorporación de dibujos -flores que crecen y lo invaden todo, manos como garras…- y un sinfín de elementos que alargan en ocasiones el desarrollo de la pieza o quedan anclados en un absurdo difícil de encajar, como la imagen de los enanos toreros que en Ángel gitano encarnaban Alberto Martínez Guaita y Emilio Gavira.

Igualmente larga, aunque quizá sea la parte flamenca menos deconstruida, resulta la escena coral final que sigue al estupendo baile de Rubén Olmo con su mantón negro, otra de las fotos más apreciadas por el colombiano.

Hay que decir que todas estas visionarias imágenes se han construido gracias al trabajo ímprobo y generosísimo de los bailarines y bailarinas del Ballet Nacional. Unos bailarines que bailan y bailan de principio a fin, desde la jota aragonesa hasta las frases más contemporáneas; que tocan los palillos y que, con el transcurrir de las funciones, lograrán sin duda esos unísonos absolutamente perfectos al que nos tiene acostumbrados el coreógrafo valenciano.

También se hace necesario citar el desconcierto de una buena parte del público, la que asiste a un espectáculo del Ballet Nacional esperando ver danza española y flamenco porque, entre otras cosas, ese es el objetivo que se marcó desde su nacimiento en 1978. La polémica está servida pero el trabajo no admite discusión.

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