La lluvia en Sevilla

La ciudad exprimida

Solo las ciudades en las que sus gentes se sientan priorizadas y amparadas no morirán de éxito

De todas las ciudades invisibles que Marco Polo describiera al Gran Kan, no recuerdo ninguna con el plan (borde) que se está imponiendo como actual modelo en muchas ciudades, entre las que cuento a la nuestra. Me refiero a la ciudad-panal a la que extraerle toda la meloja, la ciudad-fábrica de eventos, la ciudad concebida en términos netamente economicistas: si no sacamos de ella el máximo rendimiento económico, si no la explotamos a tope, aunque sea a costa de diezmar aquello mismo que se explota, no es una ciudad que merezca la pena.

Siento que esta idea –o, mejor dicho, ideología– sostiene sin pudor no pocos discursos que hemos normalizado y que incluso, a poco que nos despistemos, repicamos. Claro que está bien que una ciudad sea próspera, siempre que el provecho alcance a sus gentes y no vuele únicamente a unos cuantos bolsillos que tantas veces ni tributan aquí. De ahí a concebir que una ciudad ha de ser ante todo gallina ponedora en vez de casa abierta en la que convivimos, hay un trecho –ideológico, nuevamente– con barrancos. Una ciudad (o un colegio, o un hospital…) no puede o no debiera ser concebida para ser rentable. Lo será sin duda (la ciudad, el colegio o el hospital…) en unos términos (la convivencia, los intercambios, la formación de gentes dignas, la salud…) que sin duda pasan por el provecho económico, pero alcanzan mucho más allá. Las ciudades debieran priorizar ser el lugar de los intercambios, los vínculos, los encuentros y el cobijo de sus gentes.

Pero no es así, a la vista está. Lo supimos cuando, en la pandemia, los sevillanos y sevillanas al fin podíamos salir por la ciudad, pero no recibir aún a visitantes: en varios artículos reclamé que nos abrieran, para nuestro tranquilo deleite, lugares espaciosos y emblemáticos como los Reales Alcázares. Ni modo. Lo sabemos cuando hemos dejado de ser dueños de nuestros propios comercios y negocios para convertirnos empleados de grandes marcas y franquicias, y a ello llamamos prosperidad. Lo sabemos cuando el espacio público no se mide en metros sino en euros, y nos lo cierran para el provecho o los intereses de una empresa o grupo de presión. Nos venden como buena noticia que Sevilla cuenta con el mayor número de restaurantes con terrazas de toda España. ¿En provecho y en detrimento de qué o de quién? Las calles de Sevilla tienen la misma largura y angostura de siempre, es el reparto de un espacio público lo que nos viene pegando cada vez más a la pared. No hay prosperidad más falsa que la chata y ansiosa. A la larga, solo las ciudades en las que sus vecinos y vecinas se sienten priorizadas, escuchadas y amparadas serán capaces de no morir de éxito, de acoger, atajar su desigualdad, ser abiertas, genuinas.

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