Cuarto de Muestras

Ganadores que pierden

Nuestro antihéroe es un personaje al que el precipicio le salva siempre

Nos quieren proteger de la falsedad mintiendo. Nos cuentan que hay que fortalecer la democracia debilitando sus instituciones, anulando la separación de poderes, amordazando la libertad de expresión, dirigiéndose a la ciudadanía mediante cartas de amor, sufrimiento y soledad. No, no estamos desde luego en tiempos de un imperio en el que no se ponía el sol y en el que el rey, soberano de la cristiandad, atormentado por el estrés y la depresión, cansado de luchar por mantener el imperio unido, envejecido por sus fracasos; se retiraba a un monasterio para pasar el resto de sus días dedicado a la vida contemplativa. Y es que la oposición no es la flota turca, ni los jueces la Santa Inquisición dedicados a perseguir herejes, ni Urtasun un mecenas que atraiga a artistas y humanistas de renombre en un nuevo Renacimiento.

Todo se parece más bien a un guion al uso de los seriales de moda en los que para salvar al protagonista lo sitúan melodramáticamente al borde de su autodestrucción para que le cojamos cariño y nos desconcierte. También hay impostación tanto en los que le defienden por defenderse a sí mismos como en los que lo atacan, sin darse cuenta de que, unos y otros, alimentan su debilidad que es su fortaleza.

Nuestro antihéroe es un personaje al que el precipicio le salva siempre: de la expulsión de su propio partido, de los ciudadanos que no le quieren ni se fían de él y, de los que le quieren demasiado hasta el punto de alabar su exhibicionista desnudez. La banda sonora tiene tintes operísticos en los que no se sabe si el personaje acabará matando a su amada o suicidándose por amor. Todo es posible.

Si esto no fuera ciencia ficción ni tuviese tantos efectos especiales y se tratase de la vida real, no de arquetipos creados por un escritor avezado en aventuras triviales, les diría que no hay nada que temer. Que se trata de un drama de los que olvidamos apenas salimos del cine o apagamos la tele. Que ni el personaje es tan débil ni los jueces tan malos ni los periodistas tan tontos ni los toros tan salvajes ni la ciudadanía tan apática e inducible. Que la realidad es otra. Una, en la que los españoles son capaces, ya lo hicieron, de unirse por encima de frentismos impostados; en la que los jueces son independientes, responsables y justos; en la que los periodistas son libres; en la que el arte es plural, rico, culto y ausente de prejuicios.

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