Javier compás

Atarazanas, Torre de Babel

La vanidad del hombre es tan antigua como su propia existencia, probablemente desde que algún creador aventajado dejara constancia de su arte en las paredes de una cueva. Vanidad y ambición presentes desde el principio de la Humanidad. Ya en las primeras páginas de La Biblia se nos revela: “Vamos a edificar una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue hasta el cielo, y hagámonos un nombre famoso” (Génesis 11, 4)

La egolatría megalómana del arquitecto, juega de nuevo con la inculta catetez de los políticos. Nada nuevo bajo el brillante sol hispalense. En una ciudad como Sevilla, tan famosa por sus monumentos como podría serlo también por sus destrucciones. Una vez más, llueve sobre mojado en cuanto al arrasamiento del patrimonio en aras de una supuesta modernidad.

La Torre de Babel bíblica es ejemplo, desde la noche de los tiempos, de como los dirigentes engatusan a los pueblos con floridos discursos populistas, tocándoles el ego, mientras ellos son engañados por gurús de moda o, peor aún si cabe, son cómplices de esos gurús, por simple anhelo de dejar su nombre inscrito en la historia de la ciudad, si no es por algo peor, repartirse con el gurú el fruto crematístico de la operación.

Hay un añadido que hace todavía más doloroso el trance de estos episodios repetitivos de ataques a la historia patrimonial de las ciudades. La basura que oscuros indocumentados vierten en las redes sociales respaldando a los vándalos. Unas veces repitiendo como sospechosos loritos los argumentos de los que tienen el poder o, simplemente, haciendo patético alarde de su supina ignorancia.

Al final, ante los hechos consumados sin que nadie, en medio de un debate que por desgracia no interesa a la mayoría, haga nada por parar el progreso de las obras, la barrabasada quedará como testigo del fallo humano para con su pasado más significativo. Ante tal desaguisado muchos que podrían hablar con fundamento y que lo harán seguramente en petit comité, callaran públicamente para no ser señalados, se morderán la lengua y no pondrán su plato de lentejas en juego.

El caso de las Atarazanas medievales de Sevilla no es el primero y, por desgracia, no será el último. Edificios históricos con años de abandono que al final caen ante la piqueta o sufren una transformación que lo desvirtúan totalmente. No es como un edificio de nueva planta en un solar, como la Pelli o las Setas, que serán más o menos polémicos pero que no han alterado ningún edificio anterior, aunque sí su entorno. Está pasando con las Atarazanas y mucho me temo que pasará con otros edificios históricos y de gran interés cultural de la ciudad, como el mercado de la Puerta de la Carne o las antiguas instalaciones de Singer en la calle Lumbreras.

Edificios históricos de gran interés patrimonial sin uso o alterados en su fisonomía de manera inquietante, casi siempre sin que la mayoría de ciudadanos sepa transparentemente que se está haciendo con ellos, como la antigua fábrica de vidrio de La Trinidad en la Avenida de Miraflores, como la Fábrica de Artillería de Eduardo Dato, o la transformación radical que está sufriendo el durante décadas ruinoso convento de San Agustín. Podríamos seguir citando numerosos ejemplos que se multiplicarían exponencialmente si añadiéramos casas y palacios más pequeños. Progreso le llaman algunos.

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