CERRAR LOS OJOS | CRÍTICA

20 minutos de puro Erice compensan los 169 de la película

Una secuencia del filme.

Una secuencia del filme. / D. S.

Escribe Borges en el inicio de La muerte y la brújula, cuento detectivesco integrado en Ficciones: "El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo… Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban". En el inicio de Cerrar los ojos un hombre alto, con gabardina y sombrero detectivescos, llega al jardín que rodea la lujosa y decadente mansión llamada Triste-le-Roy en la que vive sus últimos días un rico judío sefardí (buena interpretación de José María Pou) que le encargará -con un cierto aire de coronel Sternwood encargándole a Marlowe que se ocupe de las deudas de su hija Carmen: el aliento de Hawks volverá a soplar sobre esta película- que localice en Shanghái a la hija, perdida hace muchos años, que tuvo con una corista china. 

En realidad, la película que debía empezar así no es la de Erice, sino la que el ex director de cine Miguel Garay (correcto Manolo Solo  con una excesiva tendencia a la vista perdida) nunca pudo terminar porque el actor que la interpretaba, Julio Arenas (extraordinario y oscuro José Coronado en la una de sus más difíciles e intensas interpretaciones), desapareció sin dejar más rastro que su coche, sus ropas y sus zapatos abandonados al borde de un acantilado. Muchos años después, Miguel, arruinada su carrera cinematográfica y abandonada la literaria, es invitado a un programa de televisión dedicado a rastrear desaparecidos.

Este es el planteamiento inicial de Cerrar los ojos, el retorno de Erice al largometraje de ficción 50 años después de El espíritu de la colmena y 40 después de El sur, sus dos únicos largos de ficción (el segundo inacabado pese a su absoluta perfección) que le han bastado para que muchos le consideremos el mejor, por más personal y creativo, director español de cine junto a Luis Buñuel. Hay presencias o más bien sombras en esta obra de innegable y melancólico aire testamentario centrada en lo que fue y ya no es o en lo que pudo haber sido y nunca fue -una película inacabada, un director que nunca volvió a dirigir, un actor amnésico, un anciano montador (buena interpretación de Mario Pardo) que vive entre latas de celuloide, un viejo cine cerrado, una hija abandonada, un cajón que guarda los recuerdos de un hijo muerto, un amor que nunca llegó a ser- de los ya citados Borges y Hawks, de Nicholas Ray y sobre todo de Erice (presente ya en estas alusiones al escritor y los cineastas que tanto admira). 

Está el Erice de la Ana de El espíritu de la colmena que interpretó Ana Torrent y de la Estrella de El sur que interpretó Icíar Bollaín, aquí de alguna forma fundidas en la Ana que interpreta una soberbia y conmovedora Ana Torrent. Está el Erice de la indagación en un traumático secreto encerrado en un pasado cuya clave está en una película. Está el Erice de quienes encuentran en una cajita o en un baúl los restos del naufragio de las vidas arrebatadas por la muerte (en El sur Ana viendo las postales mientras suena Granados, en esta película Miguel y el baúl en el que guarda los recuerdos de su hijo muerto y Ana y la cajita con el rey del juego de ajedrez). Está el Erice del tiempo y la memoria visualizados a través de recursos de una fuerza poética arrolladora y de rostros desnudados con delicado pudor por la cámara. Está el Erice del amor al cine como arma contra el tiempo y también el del proyeccionista ambulante de El sur y del hijo de otro proyeccionista ambulante, actual propietario de un cine cerrado, de esta película. Está el Erice de la mutilación de El sur y del proyecto frustrado de El embrujo de Shanghái que le fue arrebatado por Andrés Vicente Gómez (una tragedia que nos ha privado de una segura obra maestra basada en una novela de Juan Marsé que parecía escrita para él, de la que Vázquez Montalbán escribió algo que evoca con fuerza los dos largometrajes de Erice: "Jamás posguerra alguna ha tenido mejor poeta sin escribir un verso"), mutilación aquí aludida por la película inacabada y por las menciones de Shanghai y del nombre de Marsé.  

Están todos estos Erices que forman el Erice que admiramos y reconocemos no solo a través de sus dos obras maestras de ficción, también de El sol del membrillo y de las obras audiovisuales que no ha dejado de crear en estos cuarenta años de retiro del largometraje de ficción. Pero este Erice solo brilla con toda su fuerza lírica, poética o como se la quiera llamar (que las palabras siempre son insuficientes para dar razón del arte) en unos veinte minutos de las casi tres horas que dura la película: en su principio, en las escenas del trastero en el que Miguel guarda los restos de su memoria, en la conversación entre Miguel y Ana en la cafetería del Prado y en el tramo final desde la llegada al asilo a la proyección en el cine cerrado. El resto, que es la mayor parte de la película, está lastrado por lo que entiendo errores de guión, de excesivo metraje y de caída en una narratividad sobrada de verbalismo que, pese a su tempo lento, está por debajo de las extraordinarias posibilidades expresivas de Erice (dice más que muestra, afirma más que alude). Con algunos puntos negros como la grabación del programa televisivo, el diálogo con su antiguo amor imposible y el momento negrísimo de My Rifle, My Poni and Me.

Pero Erice es Erice. Y cuando abandonamos la sala un poco o un mucho decepcionados nos vamos dando cuenta de que esas escenas y sobre todo el rostro de Ana Torrent y la cara solo iluminada el resplandor de la pantalla de José Coronado en el final -hay cosas que solo se ven con los ojos cerrados- se nos han quedado dentro ya para siempre.

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