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En la plaza de San Ildefonso, en pleno Casco Antiguo de Sevilla, se encuentra el Convento de San Leandro, del siglo XVI, un espacio conocido porque en él se elaboran las famosas yemas de San Leandro. Este dulce típico de la ciudad hispalense que hacen sus monjas de clausura agustinas ermitañas pueden comprarse a través del torno que hay en el mismo convento.
Sus ingredientes son yema de huevo y azúcar y la receta ha ido pasando de generación en generación hasta el día de hoy, aunque se estima que tienen más de 600 años. Se tiene conocimiento de que se hacían al menos desde el siglo XVI por una carta manuscrita en la que se alaba su exquisitez.
En un principio este dulce se elaboraba para consumo propio y como obsequio pero a partir de las desamortizaciones se comenzaron a vender para el sustento de las monjas que lo elaboraban.
Las yemas tienen forma de cono y en la actualidadse venden envueltas en papel y envasadas en pequeñas cajas de madera selladas y etiquetadas. Tienen gran fama en la ciudad, especialmente por la manera de comprarlas, y han sido reconocidas internacionalmente de la mano de críticas como Mimi Sheraton (de The New York Times).
Aunque muchos hayan intentado imitar la receta de las yemas y se ha pretendido averiguar el secreto de su elaboración, la receta exacta de las yemas es desconocida y solo la saben las monjas del monasterior. No obstante las proporciones e ingredientes aproximados son: 300 gramos de yema de huevo, 750 gramos de azúcar, una cucharada de zumo de limón y taza y media de agua. Aunque también se conservan algunas recetas antiguas como la siguiente:
“Para hacer tres libras, se le echan 18 yemas de huevos, dos claras, dos libras y media de azúcar blanca, y, estando bien batidas las yemas y claras y clarificada el azúcar o almíbar con poco punto, se echa el huevo en el cubillo de lata y sobre el almíbar al fuego. Se van echando las hebras, procurando no caiga una sobre otra, para que no se apelote, y después de un par de minutos, que estará cuajada, se sacan y ponen en un cedazo de cerdas para que escurra, y se va repitiendo esta operación hasta concluir el huevo. Después se toman en la palma de la mano porcionita de estas hebras, dándole forma de piloncitos pequeños y se ponen sobre una mesa. Se pone el almíbar en punto fuerte para que, bien batido y hecho una poleadita, se van metiendo las yemas una a una y se sacan de seguida y se van poniendo sobre una mesa, que antes se la habrá echado un polvo de harina para que no se peguen a la mesa, y ya están”.
Dionisio Pérez Gutiérrez, en su Guía del buen comer español, de 1929, hablaba de la creencia de que las monjas poseen un dispositivo dotado de cinco orificios por el que caen delgadísimos chorritos de yema sobre un pequeño estanque de almíbar en ebullición, transformándose de esta forma las yemas batidas en pequeños hilos que adquieren la consistencia y el sabor ideal para la elaboración del dulce.
Sin embargo nadie sabe, a ciencia cierta, qué tienen esas yemas para ser tan especiales que se convirtieron en marca registrada por las monjas agustinas hace más de un siglo.
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