Despintar, la última de las Bellas Artes
calle rioja
Un cartel es un grito en la pared, una pintada es una ofensa al buen gusto
Sevilla. La ciudad de Velázquez y Murillo. La de Zurbarán y Valdés Leal. En los cuatro cabe la luz de los cielos y la oscuridad de las tinieblas. Algún día habrá que estudiar el efecto que la mirada de estos artistas tuvo en aquellos que decidieron coger una diligencia, un tren después, un avión en tiempos más recientes para encontrar el modelo de lo que vieron en museos, en manuales de Historia del Arte o en ilustraciones que envolvían diferentes presentes.
Un cartel es un grito en la pared, una pintada es una ofensa al buen gusto
Sevilla es la ciudad de sus pintores. Los de antaño y los de hogaño. Los clásicos y los contemporáneos. El mundo cofrade ha vuelto a rendirse ante la sensibilidad de Manolo Cuervo en su quinto cartel del género, una espita que abrió con el de la Hiniesta, que se ha podido ver en la exposición de Cajasol junto a carteles legendarios de Juan Miguel Sánchez en las fiestas de 1931 o Rolando Campos en 1984 o el paño de la Verónica de Guillermo Paneque. Hay expectación por conocer cómo será el cartel de Fiestas Primaverales de Virginia Saldaña. Ricardo Suárez se metió en la prosa de Ignacio Camacho para escribir con dibujos lo que el cómplice de su Pretérito Perfecto dibujaba con palabras.
Pero esta crónica va de otro tipo de pintores. Su trabajo nunca se verá en el Museo de Bellas Artes ni en ninguna de las galerías de la ciudad. No irán a Arco ni a la Bienal de Venecia. Son los cazafantasmas de Lipasam, una brigada de restauradores agrupada en un nuevo departamento llamado Eliminación de Pintadas. La Alameda ha aparecido llena de un parque móvil de furgonetas con esas palabras que también se pueden leer en el dorso de los uniformes laborales de los profesionales elegidos para este menester.
Desde que la calle era de Fraga, hay quienes se toman el derecho de pensar que lo público es de todos y por tanto es susceptible de alterarlo a su santo antojo. El departamento de Eliminación de Pintadas, una novedad en el equipo municipal de José Luis Sanz, es una respuesta a esa acracia de pitiminí surgida en una nueva formulación societaria que podríamos llamar Suciedad Anónima. Hacen un silogismo en bárbara de la hermosa premisa machadiana según la cual un poema sólo funciona cuando el pueblo lo hace suyo. Esas pintadas no las firma nadie porque creen en su utopía pequeñoburguesa que así son de todos.
Santiago Muñoz Machado, ese fino cordobés de los Pedroches que dirige la Academia de la Lengua, debería proponer un reconocimiento para estos reparadores del espacio público: ellos pulen, limpian y dan esplendor. El arte no es libre, ésa es una pamema del consumismo, que no deja de ser con sus fogatas persuasivas un inductor de este despotismo nada ilustrado. Si fueran los angelitos negros de Machín…, pero el feísmo llena las ciudades de demonios multicolores.
Sevilla podría ser la ciudad matriz de una ruta de los Pueblos Blancos, ésos que tanto gustan a los reporteros de Andalucía Directo. No en vano, su director, Modesto Barragán, es de Ubrique, el último cielo que vio antes de morir Jesús Quintero. El último jueves del año saliente me encontré a dos miembros de esta brigada repintando la fachada del convento de Santa Rosalía, en la calle Cardenal Spínola esquina con Cantabria. Sólo les faltaba el caballete: tenían botes de pintura y un variado elenco de brochas y pinceles. A Joaquín Romero Murube, que vivió en esta calle los últimos años de su vida, le hubiera fascinado este estajanovismo solidario y desprendido de los eliminadores de pintadas. Los herederos del laissez-faire, laissez passer los tomarán por censores, por inquisidores, por aguafiestas, pero en realidad son los garantes de los colores de la ciudad, esos que condensó Murillo y Eva Díaz Pérez llevó al título de su novela. Se debería llevar la técnica del departamento de Eliminación de Pintadas a las clases de la Facultad de Bellas Artes, a los circuitos temáticos por la ciudad.
Hay un verbo de ascendencia árabe que empecé a oír de niño. Enjalbegar. Blanquear las paredes con cal, yeso o tierra blanca, dice el diccionario de la Academia de la Lengua que dirige Muñoz Machado. Manchar una de esas paredes es escupir en la belleza de esa palabra. Muchas pintadas son gratuitas, pero no le salen gratis al contribuyente. Pueden parecer inofensivas, presuntamente ingeniosas, propaladas y propagadas por alguien que ha leído malamente la definición del cartel, un grito en la pared. Hay pintadas que no gritan nada, no tienen más relevancia –o irrelevancia– del que orina en la calle con total impunidad. Una pintada es un escupitajo con alevosía y muchas veces con faltas de ortografía.
En paralelo a la creación de la Brigada de Eliminación de Pintadas, el Ayuntamiento podría habilitar un espacio público alejado del casco antiguo para estos desahogos verbales o pictográficos. Un Hyde Park en el real de la Feria o allende el Charco de la Pava para dar rienda suelta a esa incontinencia de las cuevas de Altamira. Las furgonetas de Eliminación de Pintadas son muy parecidas a las que usa Ikea para su servicio a domicilio, unos vehículos fabricados en Torrellano (Alicante).
Pintada, pintor y pintura proceden del mismo árbol pictográfico, pero sólo les une la etimología. Lo ideal sería que ningún Ayuntamiento tuviera que crear y nominar un departamento tan prosaico, que no deja de ser el reconocimiento de un fracaso colectivo. Manchar los muros de un convento o de una iglesia, pintarrajear en las paredes blancas de una casa recién construida son signos de una barbarie disfrazada de ánimo libertario, pamplinas bohemias de quien no aprecia el sentido de la proporción, del buen gusto, de la convivencia. Lo público se ha banalizado de tal manera que hemos privatizado la fealdad, la gamberrada, el activismo inane de quienes se refugian en el anonimato.
Los eliminadores de pintadas son los mejores pintores de la ciudad. Su energía se debería reconducir a otros menesteres, pero mientras exista la mancha habrá que seguir con el quitamanchas. Velázquez y Murillo respaldarían su trabajo porque el arte no es exclusivo de los artistas. Y la ciudad, mientras no se demuestre lo contrario, es lo mejor que ha inventado el ser humano para vivir en armonía. Los cazafantasmas están trabajando a espuertas por toda la ciudad. Es la nueva asignatura de la Facultad de Bellas Artes. El conde Kropotkin, al que Ramón Carande llegó a conocer en persona en Londres, defendía que para construir, antes hay que destruir. Pero el anarquismo callejero no se leyó el manual de instrucciones y se quedó en el forraje del maestro. Sólo falta que los diarios creen el oficio de crítico de arte de los eliminadores de pintadas. Hay cuadros que más que pintados parecen pintadas, pero ésa es otra historia. El arte no es libre, la libertad es un arte. Yo miraba a los eliminadores de pintadas en el convento de Santa Rosalía y les ponía cara de Delacroix o Matisse. Hacen más bella la ciudad, más proporcionada. Duelo de anónimos entre quien perpetra las pintadas y quien las elimina.
La ciudad de los pintores le abre sus brazos a los eliminadores de pintadas, que son como cortafuegos de la estulticia y la banalidad. Lo gratuito nunca sale gratis. Caro en italiano es querido y en sevillano Rodrigo. No convirtamos las tarjetas de Navidad en una nueva Epístola moral. Estos, Fabio, ay dolor… Despintar, la última de las Bellas Artes en una ciudad donde la urbanidad es tan importante como el urbanismo.
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