La costa Turquesa

VIAJES · RUTAS POR TURQUÍA

En la costa sur de Turquía vivieron los licios, que construían tumbas en las rocas imitando templos. Luego, griegos y romanos dejaron el territorio plagado de teatros de piedra. Fue el tiempo, no el imperio otomano, el que estropeó estos vestigios, que lucen en uno de los paisajes marinos más bellos del Mediterráneo.

M. M. Fossati

31 de agosto 2011 - 01:00

Digamos que la maravilla comienza en Mármaris, una turística y playera ciudad frente a la isla griega de Rodas y acaba en la clásica Antalya, la del viejo puerto, columnas y arcos de triunfo romanos, pasando por Kas, llena de airosas goletas y a un tiro de piedra de Kastelorizo, la minúscula isla donde se rodó la película Mediterráneo. Digamos que estos son los confines, por ponerle límites geográficos a una zona que parece sobrepasar lo imaginable en destino turístico. La Costa Turquesa, también llamada Costa Azul turca y Costa Licia, comprende buena parte de la ribera marítima sur de la península de Asia Menor. Si los turcos se empeñan en decir a todo el mundo que los visita que no son árabes sino europeos es por algo. Sus fundadas razones se observan a cada paso en estas tierras, repletas, enriquecidas con fantásticos restos arqueológicos griegos, romanos y licios. El disfrute de la historia está asegurado con las ruinas de Dídima, Kekova, Mileto o Priene, espejos de la intensa vida que los griegos desplegaron en este que era su territorio, la costa jónica. Admira el estado de conservación de los restos, pese a que algunos podrían estar más cuidados, llena de intriga la ciudad sumergida de la isla de Kekova, impresionan las antiguas tumbas licias , esa misteriosa civilización anterior a la griega, excavadas en la roca cerca de Fethiye o de la antigua Mira, patria de San Nicolás, el mismo que luego, andando el tiempo, se convertiría en Santa Claus. Otros sarcófagos de piedra aparecen como flotando en las tranquilas aguas de la bahía de Ximena, como barcos vueltos del revés. Reflejos difuminados de un pasado esplendoroso, europeo antes de que ni siquiera existiera ese nombre para un continente viejo, sabio y ahora en dificultades.

El lugar debe recorrerse en coche alquilado. No hay preocupación en ese sentido. La carretera costera en esta parte del país es bastante buena y aunque transcurre muchas veces al lado de elevadas montañas, no tiene demasiadas curvas. Eso permite descubrir a cada paso hermosos paisajes. Si encuentran a alguien haciendo autostop, es muy probable que luego le dirija, por ejemplo, hasta un lugar en el que casualmente un tío suyo alquila una barca con fondo transparente para hacer viajes alrededor de la protegida isla de Kekova, y para admirar sus evocadores restos arqueológicos medio sumergidos. Hay decenas de estas embarcaciones en el pueblo de Ximena, y les llevarán a navegar por entre rocas, tumbas licias, o a fondear en aguas tan turquesas como el nombre de la Costa, o a almorzar en el pueblo de Kale, con su castillo y sus decenas de restaurantes de madera. Siempre hay que regatear, estamos en Turquía.

Un lugar imprescindible es Olu Deniz, que posee una de las playas más bellas del mundo: una larga lengua de guijarros blancos y un agua transparente que es celeste enseguida y que a los pocos metros alcanza una profundidad azulmarina de vértigo. Si se reúne el suficiente valor, hay que apuntarse al paragliding: un excitante descenso en parapente (acompañado de un monitor) desde las montañas costeras de más de mil metros de altura hasta la playa.

Y debe uno quedarse más de una noche en Kas, para darse el gusto de desayunar descalzos en cualquier hotel suspendido sobre el mar, con la posibilidad de ver asomar la cabeza a una tortuga boba, y de recorrer su bazar, y de degustar la refinada comida turca, en el muelle lleno de las omnipresentes goletas, servido por los camareros más exquisitos del mundo.

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