La vida en torno a un nazareno y azabache
Historia taurina
En abril de 2016, Manuel Escribano realizó una faena antológica a Cobradiezmos, un toro de la ganadería de Victorino Martín que fue indultado para hacer honor a su especie
Sevilla en primavera es una explosión para los sentidos. Los contrastes tan marcados, en la cultura de los pueblos que baña el Mediterráneo, se acrecientan cuando rompe la primavera en todo su esplendor. Atrás ha quedado la más sacra de las semanas. El perfume de azahar e incienso ha perfumado las calles de la vieja Hispalis, para mayor esplendor de la ciudad. Quince días han pasado desde que los penitentes de la torera cofradía de San Bernardo, nazareno y negro sus hábitos, hayan caminado de forma solemne por la urbe, en perfecta formación, como si de un paseíllo en la Real Maestranza se tratara.
Quince días han pasado. La penitencia y el drama pasionista han quedado atrás. Sevilla sigue siendo esplendorosa. Los días son aún más radiantes. El drama y la muerte han dado paso a la vida y a la gloria. En el ferial la gente se divierte. Es miércoles, 13 de abril de 2016. En un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. La responsabilidad pesa. A pesar de estar curtido en mil batallas, el compromiso a cumplir debe de ser un punto de inflexión en su carrera. Atrás quedaron los años duros, esos que marcan al hombre y al espíritu.
Manuel Escribano sueña tocar la gloria. Demostrarle a Sevilla, y a todo el planeta toro, que el éxito ante Datilero, de Miura, no fue fruto de la casualidad, ni de la fortuna, sino el resultado de muchos años de sacrificio y travesía por un desierto, árido y repleto de desolaciones, que en lugar de minar su moral, hacían que ésta creciera cada vez más, esperando el momento deseado.
Los nervios pesan. En el estomago se mueven mil cosas. El deber a cumplir no es solamente matar dos toros. El deber es además lucir y hacer sentir a todos los que te ven. Sobre la silla, improvisado altar, espera un terno de estreno. Para la ocasión, Escribano se ha hecho coser un vestido de terciopelo color nazareno, con su característico bordado de plumas de escribano en negros azabaches y morillas. Santos, el sastre, ha realizado una obra de arte. Sobrio, como un hábito de penitente, pero a la vez hermoso y elegante.
Ha llegado la hora. El matador se enfunda el traje. Poco a poco el hombre se va vistiendo de héroe, porque el torero es el último ídolo de la clásica cultura mediterránea en un rito ancestral en que la muerte, y también la vida, son protagonistas de un ceremonial que se pierde en el tiempo. Los nervios se quedan en la habitación. La suerte está echada. Pasará lo que el destino tenga dispuesto. La sangre o la gloria. La vida o la muerte. El triunfo o el fracaso. Polos antagónicos pero a la vez complementarios.
Los toros pertenecen al legendario hierro de Albaserrada, hoy propiedad de Victorino Martín, quien ha mejorado notablemente los añejos Saltillos del marqués. El toro de Victorino no tiene medias tintas. O es bravo y noble, o es vivaracho y de rústico carácter. Escribano no ha tenido suerte con el primero de su lote. Mil cosas pasaran por su cabeza en una tarde de tanto compromiso. El tercero de la suelta sale bravo. Su matador, Paco Ureña, lo desoreja por partida doble tras una buena faena.
Toca el turno de nuevo a Escribano. Es su última baza. Cruza solemnemente el ruedo. Despacio, hierático, como los nazarenos de San Bernardo quince días antes cruzaron Sevilla. Se postra de rodillas ante el portón de los miedos. Es la hora. Recibe a su oponente con una larga cambiada, a la que siguen lances despaciosos con el capote. El toro se llama Cobradiezmos, lleva el número 37. Luce el típico pelo cárdeno de su casta. Muestra su bravura en el tercio de varas. En la segunda se arranca con alegría a la cabalgadura que monta el picador Chicharito.
Escribano se luce con los rehiletes. Sobriamente clava los palos, jugándose el físico en un inverosímil par al quiebro en terrenos de dentro. Brinda al público. Una mano firme comienza a modelar, como si de una pella de arcilla se tratase, aquellas embestidas indómitas para crear una obra monumental. Poderosos y barrocos los muletazos de recibo. El toro muestra su bravura, su afán de pelea. El torero, su poder. El toreo brota como el agua en una fuente serrana. Puro, cristalino y fresco.
José Manuel Tristán ordena a su banda de Tejera que ataque los compases del pasodoble Fiesta taurina, obra del músico cordobés José de la Vega. Sus acordes elevan el espíritu y complementan el toreo que el hombre traza sobre el albero maestrante, todo en sintonía con la bravura indomable y noble del tótem ibérico por excelencia. La conjunción es total. Queda la rúbrica con el acero. Pero el destino, o la divina providencia, han dispuesto que la vida venza a la muerte.
El toro, bravo de veras, no merece la muerte. Tiene que perpetuar la vida y hacer honor a su especie. El público es sabio. La presidencia justa. Cobradiezmos vuelve con vida al campo. El que debiera ser su matador ha tocado la gloria. Incrédulo del momento, solo muestra la sonrisa franca de aquel que sabe de la dureza del toreo. Hoy, 13 de abril de 2016, ha hecho historia escribiendo una página de oro en la historia del toreo.
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