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La necesaria evolución y el torero de culto

Opinión Taurina

Uno de los modelos que está desapareciendo debido al nuevo sistema de la tauromaquia es el del torero de culto, como lo fueron Rafael de Paula y Curro Romero

David de Miranda, en las Colombinas, el pasado mes de agosto. / Alberto Domínguez
Salvador Giménez

08 de septiembre 2019 - 06:00

El toreo vive un momento extremadamente delicado. Urge una renovación, una adaptación a los tiempos en que vivimos, una evolución que supondría, tal vez, su resurgimiento y con ello asegurar su pervivencia. En muchos aspectos el toreo está anquilosado, viciado y anclado en algo que, si no fuera por su grandeza, sería un anacronismo en esta sociedad que nos ha tocado vivir.

Los cambios son siempre traumáticos pero, ya se sabe, renovarse o morir. Tal vez, el hermetismo que rodea todo lo que envuelve el epicentro del mundo taurino esté siendo muy perjudicial para la fiesta en sí.

Ese entramado, que desde dentro maneja los hilos de la fiesta tiene miedo a la apertura a nuevas propuestas válidas para la adaptación deseada, así como de su posterior implantación.

Mucho se está hablando de la recuperación de la suerte de varas. Urge un nuevo modelo de puya que no produzca el daño que la actual hace a los toros. Divisas y banderillas mantienen el mismo sistema de sujeción que hace dos siglos, las espadas mantienen un diseño similar.

Hay que buscar una actualización a nuestros tiempos de estos trebejos de la lidia. Los toreros han evolucionado cortes y patrones, mucho más favorables para el toreo de hoy en sus capotes y muletas no siendo para nada traumático. ¿Por qué tanta cerrazón con algo que sería tan coherente?

La presente temporada, hasta la fecha, está sirviendo para la reivindicación de los nuevos valores. Toreros como Pablo Aguado, David de Miranda, Emilio de Justo o Román, han venido para decir que el escalafón actual tiene una renovación natural.

Ahora solo hace falta que el sistema empresarial les deje llevar a cabo esa renovación, dejándole sitio en los carteles en detrimento de otros espadas, que llevan muchos años –algunos de forma incomprensible– acaparando puestos en las combinaciones de las ferias más relevantes. Pero ya se sabe.

Los que tienen la sartén por el mango no quieren soltarla, por lo que a pesar de mostrar capacidad más que suficiente, algunos de los nombres apuntados no están teniendo la presencia deseada por muchos aficionados en cuanto a su colocación en esos carteles de relumbrón.

Este llamado nuevo sistema de la tauromaquia, el de los grandes trust empresariales donde una misma persona puede ser a la vez empresario, apoderado y ganadero, no quiere perder su bicoca y la actual orgánica, al serle beneficiosa, no mueve un solo dedo para esa evolución, aunque sea involutiva. Todo está muy viciado desde dentro, tanto que hay modelos que también están desapareciendo a pasos agigantados. Uno de ellos es el que podríamos llamar el torero de culto.

Las nuevas generaciones tal vez piensen que un torero de culto sería José Tomas. El de Galapagar, aunque reconociendo su trayectoria y formas toreras, no deja de ser más que algo puntual, que es sostenido por un complejo entramado de marketing.

Es lo que se está vendiendo hoy día como una figura, una mega estrella que, a fin de cuentas, en sus menguadas actuaciones lo único que hace es poner en marcha una estudiada maquinaria mediática con la que rentabiliza al mil por mil sus apariciones en los ruedos.

El torero de culto fue siempre ese hombre, en la mayoría de las ocasiones con muchos años de alternativa, que con sus formas, su estilo personal y su particular idiosincrasia da lustre en el cartel donde es anunciado. Ejemplos claros fueron espadas de la categoría de Antonio Bienvenida, en su última época, Antoñete, Curro Romero o Rafael de Paula.

Toreros que podrían estar mejor o peor, pero que siempre eran esperados allá donde actuaban y que arrastraban tras ellos un numeroso público peregrino. Espadas que brillaban por sí solos, sin molestar, dejando pinceladas mágicas cuando las musas y el toro le eran propicios.

Pocos nombres se me vienen a la cabeza para ocupar este lugar que también languidece. Juan Mora, nuestro Fino, Diego Urdiales o Antonio Ferrera, tal vez ellos podrían ocuparlo. Toreros puntuales que, con trazos sueltos, pueden conformar un bello cuadro y que también tienen sitio en esta fiesta que precisa una renovación para su beneficio propio.

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