Un memorable Antonio Ordóñez
Tardes en el recuerdo
Se corrieron toros de Carlos Urquijo para Antonio Ordóñez, Diego Puerta y José Fuentes La apoteósica salida del rondeño a hombros por la Puerta del Príncipe fue el colofón a su reaparición.
CORRÍA el año de gracia de 1967 y estábamos en el sábado de Feria. Sábado de la Feria de mejor toreo de cuantas hemos vivido. Era un sábado luminoso que se convertiría en cegador gracias a la majeza, el arte, el temple y la majestad de Antonio Ordóñez Araújo. En ese tiempo, en las corridas de farolillos se solía colgar el no hay billetes en las taquillas y ese sábado no podía ser de otra manera, ya que Sevilla esperaba ilusionada la aparición de Antonio tras el lío que había formado dos días antes junto al Litri y Curro Romero.
Se anunciaban seis toros de Carlos Urquijo de Federico, la reventa había hecho su agosto, en la plaza no cabía un alfiler y Antonio tenía que corresponder a la calurosa ovación de bienvenida que Sevilla le dedicó en memoria de su memorable actuación del jueves. Y esa ovación sólo sería el aperitivo de las muchas que cosecharía el colosal rondeño en esa penúltima tarde de Feria. Vestía Antonio de lila y oro, pero él mismo se encargaba de desmentirnos después calificándolo de heliotropo. Por cierto que ese vestido se lo regalaría días después a la hermandad de la Soledad de San Lorenzo para que le hiciesen una saya. No olvidemos que Ordóñez, gracias a los oficios de Antonio Petit y de Joaquín Romero Murube, fue soleano antes que de la Esperanza de Triana.
Era tremendo el tirón de Antonio en aquella Feria, que fue la de su reaparición sevillana tras seis años sin venir. No se había anunciado en el 62, se retiró a final de ese año en Lima y volvió en el 65 en Málaga. Sin embargo, no se puso de acuerdo con Diodoro Canorea hasta este año de 1967. Reapareció en la renombrada tarde del jueves y en la que salió a hombros por la puerta de cuadrillas con Litri y Romero. Y llegamos a este sábado que va a convertirse en sabatina de gloria al conjuro de un torero indudablemente irrepetible.
El primero fue un gran toro para un grandioso torero. Atendía por Zapatillero, era negro como la noche y dio en la báscula 535 kilos. Fueron buenas las verónicas de recibo y excelsas las del quite. A ese toro lo banderillearon, trasero y con brevedad, Antonio Galisteo y Curro Puya. Era lo de banderillear trasero y ser breve condiciones indispensables para figurar en la cuadrilla de Antonio. Tras pedirle permiso al presidente, que esa tarde era el policía Manuel Zambrano, Antonio se dobló con el toro por bajo, lo sacó al tercio y ahí formó el alboroto. Los redondos majestuosos, los sedosos naturales, los larguísimos pases de pitón a rabo dándole el pecho, un trincherazo para la historia y ese peculiar desplante con abaniqueo y marchosería de muleta plegada. Una estocada, las dos orejas y la vuelta al ruedo de Zapatillero, colaborador providencial para una faena inenarrable.
Pero no quedaba ahí la cosa, pues quedaba el cuarto en los chiqueros y todo era cuestión de esperar a que Diego Puerta y José Fuentes pasaportasen a los primeros de sus lotes. No pasó nada en estos dos toros, mitad porque los toros y los toreros apenas se entendieron. El tercero fue devuelto por cojo y sustituido por un toro de Carlos Núñez que se acabó en el caballo. Tampoco pasó nada de mención en quinto y sexto si no fuese porque Fuentes, sin duda atolondrado por la que había formado Ordóñez, le entró a matar con el estoque simulado con nula eficiencia, claro.
Y sonaron los clarines para que soltasen al cuarto toro de la tarde, negro como todos sus hermanos murubeños, con 555 kilos de peso y de nombre Baboso. En el toreo hay veces que no se sabe si el toro es bueno por la predisposición del torero o si la predisposición es por la bondad del animal. Lo cierto es que fue muy bueno el segundo del lote de Antonio Ordóñez, aunque bien podría afirmarse que lo único que hizo fue estar acorde con la torería y el temple de su matador.
Se caía la Maestranza con las verónicas de Antonio, esos lances de capote grande y las palmas de las manos mostrándole al toro el camino a seguir. Se preveía que el éxito obtenido con el que abrió plaza iba a repetirse. Diego Puerta no quiso ser menos en el quite y el público se lo agradeció aun mostrando prisas por ver al de Ronda muleta en mano. Banderillearon Alfonso Ordóñez y Curro Puya, por supuesto que también con brevedad y trasero para que de inmediato apareciera Antonio imperial para un inicio por alto mayestático.
Luego, la disertación más brillante, la explicación de una tauromaquia eterna, indescriptible. Otra vez esos redondos made in Antonio Ordóñez, el pase de pecho o la trinchera para el remate, los abaniqueos que hacían enloquecer a esa legión de partidarios que no se sabía qué admiraban más, si al torero o al hombre. Tenía el rabo en el esportón, pero quiso matar en la suerte de recibir y se eternizó antes de la estocada definitiva. Aun así, hubo muchos pañuelos en petición de la oreja y se vio obligado a dar dos apoteósicas, lentas, majestuosas vueltas al ruedo en las que se reflejaba en el rostro de Antonio la alegría por esa forma de triunfar en su Sevilla del alma.
En aquel tiempo era muy subjetiva la salida por la Puerta del Príncipe. No se había institucionalizado aún la obligatoriedad de cortar tres orejas para lograrlo, sino que se abría la puerta por aclamación y el consiguiente permiso de la presidencia. Y hubo aclamación, cómo no iba a haberla. Fue una salida multitudinaria al Paseo de Colón como premio merecidísimo para un torero que aunque se había hecho esperar seis largos años hizo que Sevilla le renovase su admiración. Antonio, aun rondeño de cuna, se había criado en Sevilla y Sevilla lo adoptó. Y Antonio Ordóñez salió por la puerta mayor del toreo a hombros de Sevilla sin que Sevilla supiese entonces que jamás iba volver a ver verlo en esa plenitud mostrada en la Feria del 67, la Feria del mejor toreo que anida en nuestra memoria.
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