Juan Ortega: arte, capacidad, oficio...
ESPECIAL MATADORES (II)
El matador sevillano ha culminado la temporada más importante de su vida taurina dejando varios recitales para el recuerdo, mostrando una encomiable regularidad y cuajando un trasteo definitivo en la plaza de la Maestranza que, más allá de las orejas y las estadísticas, permanece en el recuerdo del aficionado
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Había salido del sótano del toreo a raíz de una faena reveladora en la plaza de Linares, televisada en el fragor de la pandemia. En sólo unos meses se iba a ver gravitando en la primera línea pero faltaba subir el escalón definitivo, llegar al gran público, aunar su contrastada calidad para alcanzar la deseada regularidad... Pero la celebridad definitiva iba a llegar por el camino más insospechado. La suspensión de su boda en el último segundo, hace casi un año, se convirtió en un imprevisto espectáculo mediático otorgándole una notoriedad indeseada que nada tenía que ver con su valía taurina.
Juan Ortega, de una forma u otra, se había convertido en un personaje famoso. Pero tras la polvareda iba a surgir el gran torero. Pasado el embrollo, los dimes y diretes, iba a llegar la necesaria instrospección que culminaría con la entrevista concedida a Carlos Herrera antes de volver a torear y darse un primer baño de masas –casi un exorcismo personal- en la jornada de puertas abiertas organizada por la empresa Pagés en la plaza de la Maestranza en los previos de la temporada. Ortega había vuelto a la palestra. Y lo había hecho para torear…
El comienzo de la campaña –sin soltar la mano de José María Garzón- iba a ser madrugador, amplificado por la fama sobrevenida, la presencia de todo tipo de prensa y el papel notarial de la crítica más encopetada. Ortega iba a colgar el cartel de no hay billetes en Valdemorillo cortando dos orejas inapelables como premio a un faenón premonitorio del tono de la campaña. En el cartel estrella de Olivenza, anunciado con Morante y Roca Rey, iba a ser la única luz de un festejo anodino. Pero aún había que dar la cara en las ferias de Levante y en Castellón, abriendo la gran temporada, se iba a llevar el premio a la mejor faena del ciclo antes de dejr para el recuerdo uno de sus recitales capoteros en Valencia.
La faena de Sevilla
En la agenda de su apoderado, después de un par de bolos menores y un lote a la contra en Arlés, había dos compromisos subrayados con rojo en la plaza de la Maestranza de Sevilla. En el primero de ellos, el día 15 de abril y anunciado con Morante y Daniel Luque para lidiar la corrida de Domingo Hernández –seguramente la más esperada del ciclo- se iba a producir la revelación definitiva, perfectamente armonizado con la embestida del sexto. Era un animal bien hecho, con la fuerza precisa y una bonancible y enclasada embestida que se iba a aliar perfectamente a la tersa muleta de su matador.
La faena, realzada por el pasodoble Manolete, se acabaría convirtiendo en un canto al toreo eterno, a su palo más clásico; al diálogo de un hombre y un toro entendido como tratado de buen gusto, cadencia, naturalidad y armonía. En ese momento ya era el suceso de la Feria sin necesidad de sumar trofeos o forzar puertas del príncipe; lo iba a ser de toda la temporada hispalense marcando el verdadero nivel de un torero que había aterrizado en la primera fila avalado por su impresionante calidad pero falto de algunas herramientas para prodigarla. El concepto se empezaba a aliar al oficio. El arte no se reñía con la necesaria capacidad para prodigarlo…
El matador sevillano afrontó un segundo compromiso abrileño sin la misma suerte justo el día que Roca abrió la Puerta del Príncipe y Aguado reveló su nuevo momento. Tocaba pensar en Madrid aunque en medio hubo otros festejos menores, una excursión a Aguascalientes y el paso por dos plazas de primera como Zaragoza, en la que salió a hombros, y Córdoba, donde dejó el sello de calidad en una tarde en la que Roca volvió a hacer caja y Morante acabó escaldado. En Las Ventas, por San Isidro, le esperaba un descastado envío del Puerto de San Lorenzo con el que pudo dejar algunos detalles de su sello a cambio de una fea voltereta.
Cumplido el primer fielato madrileño iba a pasar, además de otros ruedos menores, por la feria del Corpus de Granada. Lo hizo inspirado, rotundo y triunfante, abriendo la puerta grande en unión de Miguel Ángel Perera con una corrida de Álvaro Núñez. Pero había que volver a escalar el castillo de Madrid, la tarde del 8 de junio, anunciado junto a Urdiales y Pablo Aguado en uno de los carteles más redondos del ciclo organizado como homenaje a la Policía Nacional en el segundo centenario de su fundación que, a la postre, sería un fiasco.
De Azpeitia, Almería, Bilbao…
El verano taurino estaba a las puertas y con él, el gran puerto de montaña de Pamplona. Ortega era debutante en San Fermín pero el decepcionante envío de Domingo Hernández iba a frustrar cualquier componenda. Aún pasó por Valencia en una de esas inevitables mixtas que se han prodigado en 2024 dibujando un quite sin toros a modo pero en Santander, en competencia con Roca Rey, iba a sembrar dos bellas faenas el día de Santiago antes de formar otro lío inolvidable en la placita de Azpeitia junto a Morante –en una de sus pocas tardes felices de 2024- y un intratable Daniel Luque.
Llegaba el mes de agosto, ese tiempo de recogida que lo iba a contemplar marcando diferencias en Huelva; enseñando que el toreo también puede ser cadencia, armonía y ritmo en medio del despliegue bélico de Roca Rey y el efectismo fatuo de Talavante. En Málaga o Gijón mantuvo ese nivel pero la cosa iba a volver a desbordarse por completo a orillas del Mediterráneo, en la hermosa plaza de Almería. Fue una labor, cuajada con un gran toro de El Parralejo, para la que se llegó a pedir el rabo. Ortega, en ese punto, estaba logrando el objetivo: enhebrar la capacidad con el rabioso sentido clásico de su toreo. Acababa de dictar la faena del verano y, enrachado, también embelesó al público menguante de Bilbao –el día 24 de agosto- volviendo a demostrar que el mejor eco del toreo es el halo y la memoria por encima de las estadísticas y la mera productividad.
Ortega seguiría sembrando en Cuenca y Palencia y estrenaría los meandros de septiembre formando un lío en Bayona al que le faltó mejor refrendo con la espada. La cosa siguió en el mismo tono en Valladolid, Andújar, Albacete, Guadalajara, Nimes, Logroño… Sólo quedaba el tercer pase de Sevilla amparando la despedida de Hermoso de Mendoza. La recaída de Morante metió en el cartel a Pablo Aguado y juntos acabarían dando algún sentido a una tarde sentenciada por el encierro podrido de Matilla. En realidad iba a quedar resumida en un excelso recibo capotero de Juan Ortega, sembrado en las verónicas y desbordado en esas medias de autor con las que abrochó un original ramillete de chicuelinas que tendrían la réplica de Aguado con otra expresión y distinta cadencia. Terminaba la temporada española con billete para México. Había logrado sumar calidad, capacidad y regularidad. Ése era el reto.
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