Hemingway: de la mitificación de Pamplona al verano peligroso

Historias taurinas

El Nobel norteamericano descubrió los sanfermines en julio de 1923. Estaba a punto de cambiar su propia vida pero también la dimensión de la fiesta española más universal 

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Hemingway, en su última época, en plena jarana sanferminera.
Hemingway, en su última época, en plena jarana sanferminera. / Archivo A.R.M.

Diga lo que diga el alcalde de la capital navarra, que no oculta su escasa simpatía por la tauromaquia, las fiestas de San Fermín serían difícilmente entendibles sin la hegemonía del tótem ibérico por excelencia: el toro. Los encierros matinales, precuela de las corridas vespertinas de la Feria del Toro, forman parte indisoluble del ADN de una celebración que lleva un siglo largo atrayendo a visitantes de todo el mundo. Pero la irresistible fuerza y atractivo de las reses bravas y la fiesta total que se vive en la calle –apta para todos los públicos y edades, no se olvide- contaron con el concurso inestimable de una pluma privilegiada, la de Hemingay, que universalizó la celebración. 

Todo comenzó el 6 de julio de 1923, fecha del aterrizaje de un escritor y reportero norteamericano que estaba a punto de cambiar su vida y, de paso, la historia y la proyección de las propias fiestas de San Fermín. Ernest Hemingway trabajaba en aquel momento como corresponsal del diario canadiense The Toronto Star; venía de París y estaba acompañado de su primera mujer, Elisabeth Hadley Richarson, que estaba en su sexto mes de embarazo. 

Cartel de las fiestas de San Fermín de 1923, año del aterrizaje en Pamplona del premio Nobel norteamericano.
Cartel de las fiestas de San Fermín de 1923, año del aterrizaje en Pamplona del premio Nobel norteamericano. / Archivo A.R.M.

El cartel de la feria, con la maravillosa tipografía y ornamentación de aquella época, anunciaba a los matadores de toros Luis Freg, Maera, Antonio Márquez, Nicanor Villalta –el primer hijo de Hemingway sería bautizado como John Hadley Nicanor en su honor-, Gitanillo de Triana, Joselito Martín-Olmos y Algabeño. Las ganaderías reseñadas –los primeros toros que vio bajar por las calles el futuro premio Nobel norteamericano- pertenecían a los hierros de Félix Moreno, los herederos de Vicente Martínez, la marquesa de Villagodio, Antonio Pérez y Francisco Villar. No, no eran las primeras corridas que contemplaba el escritor norteamericano que ya había establecido un primer y estrecho contacto con las tierras de España aquella misma primavera, asistiendo a los toros, al menos, en la vieja plaza madrileña de la carretera de Aragón aunque es posible que también se sentara en los tendidos de Sevilla, Granada y Ronda. 

Un hondo flechazo 

Hemingway sintió desde el primer momento un estrecho nexo con la tauromaquia y quiso volver en verano, culminando el flechazo con el país que acabaría sintiendo como suyo en plenas fiestas de San Fermín. El escritor cayó rendido ante aquella ecuación delirante de jarana y toros: “…la gran feria de Pamplona, cinco días de toros, bailando todo el día y toda la noche música maravillosa con tambores, gaitas, chistus, entre las caras de los borrachos de Velázquez y rostros de Goya y El Greco, todos los hombres con camisas azules y pañuelos rojos girando, saltando y danzando”, escribiría a un amigo de Chicago, antiguo compañero en la conducción de ambulancias en la I Guerra Mundial. 

Hemingway, primero por la izquierda, en sus primeras andanzas sanfermineras.
Hemingway, primero por la izquierda, en sus primeras andanzas sanfermineras. / Archivo A.R.M.

Aquel viaje iniciático se vería reflejado en su libro Fiesta. No dejaba de ser un retrato fiel del periplo pamplonica del periodista veinteañero y su breve tropa pero también la radiografía de aquella “generación perdida” de entreguerras que encarnaron otros autores como Dos Passos, Scott Fitzgerald y el propio Hemingway. Las visitas a España y su reencuentro con los sanfermines se prodigaron a través de aquella década prodigiosa, hasta 1931, pero hay que reseñar un encuentro crucial: la compleja amistad iniciada con Cayetano Ordóñez Niño de la Palma en 1925. El torero de Ronda también se vería retratado literariamente en Muerte en la tarde con el nombre de Pedro Romero. Y don Ernesto, así le llamaban los pamplonicas, nunca olvidó a España ni a los españoles. El estallido de la Guerra Civil marcó su retorno a la piel de toro como corresponsal bélico comprometido con la causa perdida de la segunda república. Y aquellas experiencias vitales, una vez más, se iban a ver reflejadas en otro libro: Por quién doblan las campanas

Pero tuvieron que pasar casi tres lustros para que el escritor, en evidente decadencia física y personal, volviera al país que tanto amó. Fue en 1953, año de su redescubrimiento de Pamplona y las fiestas de San Fermín. Antonio Ordóñez, que había tomado la alternativa sólo dos años antes, propició una cita entre ambos que culminó con una cena en el célebre restaurante Las Pocholas. El recuerdo del Niño de la Palma, padre del genial diestro rondeño, gravitaba en ese reencuentro personal que suponía el inicio de una peculiar amistad filial que sólo detendría un cartucho del 12. 

Ernest Hemingway mantuvo una peculiar amistad filial con Antonio Ordóñez hasta su muerte.
Ernest Hemingway mantuvo una peculiar amistad filial con Antonio Ordóñez hasta su muerte. / Archivo A.R.M.

Ordóñez siempre llamó al escritor Papá Ernesto y lo paseó de plaza en plaza formando parte de su séquito. El autor de El viejo y el mar volvería por última vez a Pamplona en 1959 transformado en una auténtica celebridad gracias al premio Nobel que ganó en 1954 y, sobre todo, a la extraordinaria difusión de su libro Fiesta, convertido en el cuaderno de bitácora de los primeros visitantes extranjeros. 

El verano peligroso 

Aquel verano del 59 marcó el fin de muchas cosas. Hemingway había comprometido con la revista Life a reportajear el enfrentamiento en los ruedos de Luis Miguel Dominguín y Ordóñez que el escritor, de alguna manera, fabuló contribuyendo a la mitificación de aquella competencia que, en cualquier caso, fue real. Ordóñez y Dominguín se encontraban en distintos puntos kilométricos de sus carreras mientras el toreo se preparaba para una nueva década, la llamada Edad de Platino, que vería emerger otros colosos. Pero los dioses se resistían a entregar sus cetros. Hay que recordar que el diestro rondeño había entrado en la órbita de la casa Dominguín por la vía del apoderamiento. Esa cercanía favoreció el noviazgo y posterior boda con Carmen, la hermana de Luis Miguel e hija del viejo Domingo Dominguín, el genial taurino de Quismondo que cimentó la saga. La relación entre los dos cuñados distaba de ser idílica -eran dos gallos imponentes en el mismo corral- y el apoderamiento se rompió en 1956, volviendo Ordóñez al redil de Camará. 

Fue en ese caldo de cultivo cuando se gestó el brevísimo maridaje profesional que pudo comenzar en oportunismo y acabó en competencia. El viejo Dominguín, en su lecho de muerte, quiso arreglar el distanciamiento entre los cuñados e hizo prometer a su hijo Luis Miguel que volvería a alternar con Antonio. El patriarca falleció al declinar la temporada y al alborear la de 1959 se anunció que Ordóñez y Dominguín iban a torear juntos -de nuevo bajo el paraguas de la casa- aunque, muerto el padre, sería Dominguito hijo el encargado de organizar la temporada.

El enfrentamiento entre los cuñados Ordóñez y Dominguín, en la imagen junto a Hemingway, fue real.
El enfrentamiento entre los cuñados Ordóñez y Dominguín, en la imagen junto a Hemingway, fue real. / Archivo A.R.M.

El llamado “verano peligroso” en realidad se limitó a diez corridas de toros en las que Ordóñez y Dominguín alternaron con toreros como Pepe Luis Vázquez -que había reaparecido fugazmente ese mismo año-, Bienvenida, Ostos, Mondeño o Gregorio Sánchez. Pero las chispas saltaron especialmente en los mano a mano que se programaron en las plazas de Valencia, Málaga, Ciudad Real y Bayona. No hubo trampa ni cartón: Antonio cayó herido en Aranjuez, Palma de Mallorca y Dax. Su cuñado Luis Miguel recibiría las heridas más graves en Málaga y Bilbao. 

El periplo no estuvo exento de anécdotas. En el séquito particular de Hemingway figuraba un jugador de beísbol llamado Hotchner al que Ordóñez llegó a vestir de torero para hacer el paseíllo en Ciudad Real. El bateador yanky no osó salir del callejón aunque Juan de la Palma, hermano y banderillero del rondeño, le ofreció un par de banderillas que por poco le provoca un desmayo. Después de torear en la capital manchega se disponían a cenar en el célebre Rana Verde de Aranjuez, junto a la antigua Nacional IV. Luis Miguel, renqueante de una lesión, ya se encontraba allí y comentaba a los presentes sus dudas para viajar a Bilbao. Al ver entrar a su cuñado -que le había oído- tronó que estaría en el Bocho. Y volvió a caer herido.  

Pero aquel verano sangriento no había acabado... Luis Miguel había cumplido su promesa y volvería a coincidir con Antonio en algunos carteles de la temporada del 60 pero con la muerte del viejo Dominguín aquello tenía los días contados. El apoderamiento se rompió y Luis Miguel se retiró del toreo aquel año. No volvieron a torear juntos.. 

La crónica de aquella temporada apasionante sobrepasó ampliamente los límites de espacio marcados por la revista norteamericana convirtiéndose, finalmente, en El verano peligroso. Para entonces, el viejo escritor ya había rebasado un punto de no retorno marcado por el alcohol y los delirios. Hemingway aún volvió a España -fugazmente- en 1960 pero todo estaba consumado. El 2 de julio de 1961 sólo quedaban cuatro días para escuchar el chupinazo que debía encender en fiestas su querida ciudad de Pamplona. Pero un tiro de escopeta separó la vida y la muerte del escritor que, desengañado de sí mismo, había vuelto a su casa de Ketchum, en el estado norteamericano de Idaho. Había estado ingresado en la célebre clínica Mayo, sometido a una durísima e inapropiada terapia de electrochoque que terminó de destrozarle. Ya había protagonizado alguna intentona anterior pero aquel amanecer de verano no iba a errar el tiro. Escogió una escopeta del doce y colocó el cañón en su boca... el corto recorrido del gatillo detonó los cartuchos. Con ese leve movimiento culminaba una vida entera que había sido bebida a grandes sorbos.  

 

 

 

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