AMÉRICA TAURINA
Borja Jiménez confirma este domingo en la México
ESPECIAL XC ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS
Ignacio había sostenido la cabeza de José en la noche oscura de Talavera. Pero el destino le tenía preparada su propia Samarkanda. Sánchez Mejías ni siquiera tenía que haber estado en Manzanares en aquella tarde agosteña de 1934. El empeño en ser operado en Madrid y el traslado por la endiablada nacional de la época desataron la gangrena. El torero murió entre delirios en la mañana del 13 de agosto. Terminaba una época que, de alguna forma, se había iniciado en otra enfermería, la de Talavera de la Reina, a la luz trémula de los cirios que alumbraban el cádaver de José Gómez Ortega, el rey de los toreros...
“Joselito ha muerto. Pero su herencia –una parte de su herencia- , la reciben algunos artistas de Sevilla, entre los cuales está Manuel Jiménez, Chicuelo, que viene en la cronología inmediatamente después de Joselito y Belmonte”. La cita es de José Alameda, posiblemente el más atinado analista de ese hilo del toreo que daría título a su obra más conocida. Pero Alameda nos coloca en otra pista: los caminos del toreo se cruzan una y otra vez a la sombra de la Giralda. Y no son ajenos a la efervescencia cultural que se vive en España. La vieja Híspalis se convierte en el escenario de un apasionante periodo artístico, estético y literario bajo el telón de fondo que presta la demorada exposición iberoamericana de 1929. Es la apoteosis de la Edad de Plata que también engloba a un renovado lenguaje taurino que se eleva sobre los cimientos que habían abierto José y Juan. Detrás llegó esa generación de matadores que amortizó tan cara la asunción de los nuevos caminos del oficio que, definitivamente, pasaba de ser una mera destreza a un vehículo de expresión artística.
La muerte de Joselito, definitivamente, dio la puntilla a la brevísima Edad de Oro –entendida desde la vertiente taurina- y terminó de franquear la puerta de otra época apasionante cercada entre la Guerra de Europa y la contienda civil española que en la vertiente estrictamente taurina culminaría con la muerte de Ignacio. Pero la Edad de Plata –estudiada en su acepción más amplia- es un momento fecundo, creativo y luminoso al que no es ajeno el toreo: La estela de Gallito y Belmonte alumbra una baraja de toreros irrepetibles como el propio Sánchez Mejías, Antonio Márquez, el nombrado Chicuelo, Gitanillo de Triana, Cagancho, Pascual Márquez, Domingo Ortega o el Niño de la Palma. La lista no estaría completa sin añadir los nombres de Manolo Bienvenida, Lorenzo Garza, el malogrado Manolo Granero o Domingo Ortega, que con Marcial Lalanda, se convertiría en puente entre dos épocas.
Al fin y al cabo, el toreo llega a ser un capítulo más de esa revisión artística y estética. Hablamos de los rescoldos de la España noventayochista de Baroja, Azorín, Unamuno, Machado o Valle Inclán; la de la generación del 14 encarnada en Juan Ramón Jiménez, Ortega, Pérez de Ayala o Gómez de la Serna y, definitivamente, de los poetas del 27 que habían tomado espíritu de grupo bajo los oficios de un torero: Ignacio Sánchez Mejías. El polifacético matador –él mismo cultivó la literatura y llegó a ser cronista de sus propias corridas- fue el verdadero catalizador del bautismo de la generación literaria en el Ateneo de Sevilla bajo el pretexto de conmemorar el tercer centenario del poeta cordobés Luis de Góngora.
Ya ha sido contado: aquella reunión de intelectuales culminó en una surrealista borrachera en Pino Montano, la finca que había comprado Joselito, amenizada con el cante de Manuel Torres. Pero antes –la influencia del psicoanálisis es patente- habían realizado una esotérica visita nocturna al cercano Manicomio de Miraflores en el que estaba de guardia un médico que presidía la sección de Literatura del propio Ateneo. La visita de los poetas no estuvo exenta de otras aventuras: hablan de la conducción alocada de Fernando Villalón por las calles intrincadas de la Sevilla de la época; del terror de Lorca en una travesía nocturna por el Guadalquivir…
Pero es que no se puede hablar de la Edad de Plata sin seguir el trágico rastro que deja la sangre de algunos toreros. Los públicos se habían tornado exigentes con los sucesores de los colosos. Se trataba de poner en práctica la revolución gallista y belmontina a un animal duro de patas, pleno de rusticidad, que aún no había sido seleccionado para los condicionantes del nuevo toreo. Uno de los primeros en caer –dos años después de José- sería Varelito, que se encaró con los espectadores de la plaza de la Maestranza mientras era conducido a la enfermería. Le seguiría Granero, aquel torero violinista en el que muchos habían visto al sucesor natural de Gallito. Pero Pocapena, un toro de Veragua, le destrozó el cráneo en Madrid el mismo día –un 7 de mayo de 1922- que confirmaba la alternativa Marcial.
No es casual que Chicuelo hubiera sido el padrino de la confirmación de alternativa del malogrado y joven diestro valenciano un año antes. El genial pero frágil diestro de la Alameda de Hércules se iba a convertir en el transmisor del nuevo legado taurino que él bebe directamente de José y traslada, en un tiempo y unas circunstancias muy diferentes, a las manos del mismísimo Manolete para inaugurar una nueva era taurina. Pero hay que seguir el rastro doloroso de aquella revolución: El valentísimo Manolo Litri –hermano del Litri de los 50- caería en Málaga en 1926 víctima de un toro de Guadalest en presencia de los Reyes; se trató de salvarle amputándole la pierna herida pero el final fue irremediable.
Curro Puya, extraordinario capotero y artista precoz, fue fiel continuador de la línea belmontista y uno de los grandes en el hilo del toreo de capote. A su verónica vertical, natural, templada y elegante -ejecutada con manos bajísimas- se la llamó del minuto de silencio. Esa es la gran aportación de este torero de artística trayectoria, iniciador de la dinastía de los Gitanillos, que vería truncada su vida por la terrible cornada sufrida el 31 de mayo de 1931 de un toro de Graciliano Pérez Tabernero llamado Fandanguero. Aquel percance fue epilogado de una tremenda, larga y angustiosa agonía hasta que expiró el siguiente 14 de agosto. Quedaban sólo 3 años para que las astas de Granadino, el fatídico toro de Ayala, pusiera fin a la vida de Sánchez Mejías y sellara, de alguna manera, la propia Edad de Plata.
Pero el toreo se iba a enhebrar con las artes más allá de su reflejo literario. El primer cuarto del siglo XX es el tiempo de las vanguardias y la Tauromaquia, de alguna manera, se adentra en su propia revolución. Florece el modernismo, el surrealismo… pero, en cualquier caso, la mejor envoltura sensorial del toreo nos conduce de la mano al Regionalismo –especialmente en la arquitectura y la música- que reinventa la ciudad de Sevilla mirando a sus propios moldes. Esa revolución también conquista el terreno de la propia Semana Santa.
Si recordamos, hace ya algo más de diez años, la misa estacional que conmemoró el 50 aniversario de la Coronación Canónica de la Esperanza Macarena en la plaza de España podemos hacernos una idea de ese espíritu creativo, común al toreo, la arquitectura y la reinvención de las artes ornamentales de las cofradías. Pero antes hay que advertir que la Macarena debe las claves de su presentación más genuina a Joselito El Gallo: desde la corona de Reyes a las célebres mariquillas de cristal verde, pasando por la pluma de Pabón.
Pero hay que volver a la plaza de España: el mismo recinto arquitectónico, la gracia efímera del movimiento del paso de palio ideado por Rodríguez Ojeda y el pasodoble Suspiros de España del maestro Álvarez Alonso formaron un todo indivisible en aquel 31 de mayo. Se veía, tocaba, oía y se pisaba exactamente lo mismo que se estaba sintiendo y seguramente, se podía oler en la primavera florida y plena. La música, la arquitectura de Aníbal González y las trazas evocadoras del fundamental palio rojo de 1908 -piedra angular de la estética de la cofradía moderna- nacían del mismo sentimiento y la misma vocación artística para rodear el único centro posible de aquel momento: la imagen y la devoción por la Virgen de la Esperanza Macarena sobre la que planeaba, inevitablemente, la memoria de Gallito.
¿Qué tiene esto que ver con el toreo? Sirve para entender el universo creativo en el que se movieron aquellos toreros que pagaron tan cara la implantación de la revolución estética que habían legado Joselito y Belmonte. Las circunstancias no son casuales y nos llevan a un mismo arco temporal en el que todas las piezas encajan sin fisuras: el pasodoble inmortal había sido compuesto en 1902 y la construcción de la Plaza de España había comenzado en 1914, sólo dos años después de la alternativa de José; uno después del doctorado de Juan. No acaban ahí las coincidencias. En 1907, sólo un año antes de la creación del fundamental palio calado habíamos visto asomarse al cartel de las Fiestas de la Primavera, obra de García Ramos, al inconfundible nazareno macareno que había creado el propio Rodríguez Ojeda para terminar de forjar el concepto de cofradía popular que tenía en su cabeza. Junto al nazareno aparece un torero cargado de alamares con montera decimonónica que, de alguna manera, también está despidiendo una época.
La Esperanza de la Macarena se había convertido en un icono inconfundible de la ciudad en el primer cuarto del siglo XX. Los datos se suceden: Mariano Benlliure no es ajeno a esa corriente al retratar a la imagen -tocada con la valiosa corona de Reyes que recibió en la coronación popular de 1913- en el impresionante monumento funerario de Joselito El Gallo, una obra de 1925, impulsada por Ignacio Sánchez Mejías, que pone el impresionismo escultórico de su creador al servicio de un tipismo absolutamente regionalista, heredado del costumbrismo romántico. Pero Ignacio no podía atisbar que nueve años después también sería sepultado en aquel tremendo túmulo de bronce en el que también había sido retratado por el escultor valenciano.
La propia Virgen de la Esperanza -retratada como musa de vanguardia en el inusperable cartel de Juan Miguel Sánchez- iba a estrenar un fastuoso manto –el de tisú- en coincidencia con la muestra iberoamericana, en la apoteosis de la Edad de Plata. Aquel mismo año, Joaquín Turina pone la música de la famosa Saeta en forma de Salve con letra, nada más y nada menos, de los hermanos Álvarez Quintero, paradigmas de la escena costumbrista del momento. En ese mismo halo, aunque es posterior, hay que encuadrar el preciosista Esperanza y Macarena de los maestros Quintero, León y Quiroga que bordó Estrella Morente en la misa estacional del aniversario de la coronación de la Esperanza en la plaza de España. “Amapola en el trigo, azucena morena, el Señor es contigo, Esperanza y Macarena...” Después llegaría Suspiros de España envolviendo al paso de palio, rescatando toda una atmósfera sensorial en el mejor marco posible.
De estos botones musicales podemos viajar a la literatura sin movernos de la década prodigiosa de los años 20, escenario pleno de la Edad de Plata. Federico García Lorca escribe en 1924 su Tardecilla del Jueves Santo sin dejar de mirar al toreo en un diálogo imaginario con su amigo Pepín Bello, íntimo de Ignacio Sánchez Mejías y uno de los catalizadores más secretos del grupo del 27: “En mi vaso de luna redonda/¡diminuta!, se ríe y tiembla/ Pepín: ahora mismo en Sevilla/ visten a la Macarena/ Pepín, mi corazón tiene/ alamares de luna y de pena”.
Manuel Machado también recurre a la devoción de la Señora de San Gil para describir la madrugada del Viernes Santo sevillano: “Ay! ¡De no amar, de no creer, no hay modo/ cuando tu imagen célica aparece/ mecida entre el incienso en lontananza!”. Rafael Alberti evoca la agonía de Joselito, muerto en Talavera en 1920, amparándose a la Virgen a la que dio tanto: “Virgen de la Macarena/ mírame tú, cómo vengo,/ tan sin sangre que ya tengo/ blanca mi color morena”. Podemos culminar esta evocación literaria con la aportación de Fernando Villalón, aquel caballista y ganadero que soñaba con criar toros de ojos verdes en sus tierras de Morón: ¡Madre mía de la Esperanza, /Novia de los macarenos!/ ¡La de la noche en los ojos!/ ¡La de la gracia en el cuerpo, /bordado de lentejuelas/ como el cuerpo de un torero!/ ¡La más bonita del barrio!/ Llévame contigo al cielo/ y enséñame aquellas cosas/ a mí, que soy macareno”.
Esta nueva invocación a los poetas del 27 y a la devoción macarena nos sirve para entender los puentes tendidos entre todas las manifestaciones de la cultura popular del momento. El viaje a aquellos años 20 implica bucear en la exuberancia de las artes y las vanguardias pero hay que volver a recalcar el dato: esa efervescencia cultural, la Edad de Plata, no pasa de largo al toreo, que ya se encuentra sumido en su imparable transformación.
Federico García Lorca incidió en esta idea en una entrevista concedida el año anterior a su muerte afirmando que “el toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas”. El poeta granadino que definió la Tauromaquia como “la fiesta más culta del mundo” se preguntaba “qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida”. Los toros, aclara Jacobo Cortines, “se integran, gracias a Lorca y otros miembros de la generación, en un tipo especial de cultura que es propio de la sensibilidad española, la que llamó Pedro Salinas la cultura de la muerte”.
Jorge Guillén o Gerardo Diego, autor de La suerte o la muerte no fueron ajenos a estos nexos taurinos pero esos hilos con la cultura popular nos conducen a la obra de Rafael Alberti que escribió las famosas Chuflillas al Niño de la Palma dentro de la obra El alba del alhelí. “¡Qué revuelo!/ ¡Aire, que al toro torillo/ le pica el pájaro pillo/ que no pone el pie en el suelo!/¡Qué revuelo...” las inconfundibles estrofas están dedicadas al diestro rondeño Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, padre de Antonio Ordóñez y uno de los toreros más emblemáticos de la Edad de Plata que también inspiró a Hemingway el personaje de Pedro Romero en Fiesta, el retrato de sus primeros sanfermines.
Pero hay que recuperar el hilo que nos presta el poeta gaditano, que llegó a vestirse de luces en las filas de Ignacio Sánchez Mejías, espuela taurina del grupo literario. Ignacio le incluyó en su cuadrilla el 3 de junio de 1927 en la plaza de Pontevedra después de procurarle un vestido naranja y azabache con el que hizo el paseíllo. Pero la barrera siempre quedó entre el escritor y el toro. El propio poeta evocaba en La Arboleda Perdida la emoción de aquella experiencia. “Comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero”, escribía el poeta de El Puerto que aquel mismo día dio por terminada su breve carrera taurina sin haber llegado a ponerse delante del toro.
Sánchez Mejías había llegado a encerrar a Alberti, conminándole a escribir un poema dedicado a Joselito, muerto en Talavera siete años antes. El resultado, desvelado en el teatro Cervantes, fue Joselito en su gloria, dedicado al propio Ignacio, cuñado de José: “Llora, Giraldilla mora/ lágrimas en tu pañuelo./ Mira como sube al cielo/ la gracia toreadora...” El propio Ignacio, ya lo hemos contado, había abierto simbólicamente esta etapa fecunda con la imagen icónica de la enfermería de Talavera. Catorce años después remontaba la carretera de Andalucía desde Manzanares mientras la gangrena trepaba por sus muslos. La muerte era irremediable y cerraba toda una época. Negros presagios se cernían sobre España. Lorca, que ya tenía el reloj en contra, iba a escribir la más bella elegía castellana: "tardará mucho en nacer, si es que nace/ un andaluz tan claro, tan rico en aventura...". Se había acabado la Edad de Plata.
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