Día de homenajes justificados

santander | feria de santiago

Se iba Enrique Ponce, reaparecía Morante y se colaba en la fiesta Fernando Adrián

Los ‘garcigrandes’ de Domingo Hernández fueron elementos vitales para un festín de ocho orejas

Morante de la Puebla, en Santander
Morante de la Puebla, en Santander / pedro puente hoyos / efe

Ficha

Plaza de toros de Cuatro Caminos de Santander

Ganadería: Seis toros de Domingo Hernández justos de presentación, pero de juego excepcional.

TOREROS: Enrique Ponce, de grana y oro, dos orejas y oreja. Morante de La Puebla, de gris perla y oro, oreja en ambos. Fernando Adrián, de tabaco y oro, dos orejas y oreja. 

CUADRILLAS: Destacaron a pie Curro Javier, Joao Ferreira y Víctor del Pozo. A caballo, Manuel Quinta.

INCIDENCIAS: Cuarta corrida de la Feria santanderina de Santiago en tarde ventosa. Se llenó la plaza y tras el paseíllo sonó la Marcha Real. Los tres toreros salieron en hombros por la Puerta Grande.

ACABABA de sonar la Marcha Real y Santander demandaba la presencia de dos toreros para ovacionarlos en lo que sería la primera salva en una tarde rica en homenajes. Era un acontecimiento hecho de material sensible, pues se trataba de despedir a un torero que comparecía por última vez en esta plaza y también para saludar a otro torero que volvía tras haber mantenido en ascuas a la afición después de aquel anuncio de hace mes y medio. Se iba de Santander Enrique Ponce y llegaba Morante en una reaparición que la Fiesta recibía con alborozo, por lo que estaba explicado el homenaje. Un homenaje al que también se adhería el tercer hombre, ese madrileño llamado Fernando Adrián y que lleva un decenio intentando abrirse camino a machetazos.

Una sarta de homenajes que serían premonitorios, ya que estábamos ante uno de esos espectáculos que hacen del toreo algo distinto. Invitado molestísimo a la fiesta fue el viento, pero también figuraban en el reparto los toros de Domingo Hernández. Justitos de presentación y alguno ni siquiera eso, hubo generalizado comportamiento propio de garcigrandes y así resultaría el festejo. Y a la hora de relatar esta crónica, de darle planteamiento, nudo y desenlace, bien podríamos subvertir los términos y lo mismo sería atenernos al orden de lidia como al volumen del éxito individual, pero...

Uno tiene su corazoncito y cuando intento plasmar lo que vi en negro sobre blanco no tengo más remedio que irme a la lidia del quinto toro, cerrar los ojos y embriagarme con las notas de Suspiros de España. Se llamaba Algodón y era hermano menor de Ligerito, aquel magnífico garcigrande que permitió a Morante cortarle el rabo. Y eso que el animal no prometía nada bueno, pues parecía reparado de la vista, pero Morante había vuelto, vaya si había vuelto. Qué barbaridad de torero, cómo mutó el agua por el mejor vino, qué milagro de faena construida desde la nada... y con Suspiros de España de hilo musical. Nos reencontrábamos, pase a pase, con el toreo que tanto echamos de menos en el tiempo que el orfebre estuvo alineando sus neuronas. Si ya había estado cumbre con Piñonero mediante un epílogo al natural indescriptible, lo de ahora no se podía describir. Le dieron una oreja de cada toro, pero eso era lo de menos, qué más da un despojo más o menos.

Tuvo mucha sensibilidad la tarde en cuanto rodeó a Enrique Ponce. El enciclopédico torero valenciano se despedía de Santander, que no dejó de apoyarle con un homenaje coral incluido a la espera de salir el cuarto toro de la tarde, el último de Enrique en una plaza que conquistó hace más de treinta años. También él quiso homenajear y es lo que hizo con Morante brindándole la muerte de Ofiblanco. El toro en las manos de Enrique fue a más en clara progresión geométrica, algo que repetiría con Labrador tras el homenaje coral que Santander le rindió. Magníficas las dos lecciones de un torero tan largo demostrando, además, que muy bien podría haber alargado su carrera. Le cortó la oreja al primero y las dos al segundo, con el que estuvo desmayado en una de esas faenas suyas en las que exprime al toro hasta que el animal no tiene más que dar.

Estábamos en una de esas fiestas que el toreo te guarda en cualquier revuelta del camino y a esa fiesta acudió Fernando Adrián con el claro propósito de colarse en ella. No era un convidado de piedra, sino un protagonista más de lo que se había organizado en torno al maestro que se iba y al genio que volvía. Salió el madrileño con el radiador hirviendo y presentó sus cartas credenciales llevando a Prestigioso a los medios con faroles de rodillas para que a partir de ahí subiese como la espuma su rol en el convite. Aseguró la Puerta Grande desorejándolo y rematando la faena con Peluso, que en el capote lo cogió para matarlo. Se quedó en la paliza y Fernando se vino arriba y de rodillas en los medios, despojado de la chaquetilla, le formó un lío de no te menees. Redondos ligados y muy ceñidos, colosales bernadinas y otra oreja al esportón de un torero que ha venido para quedarse. Tarde de homenajes y todos justificados.

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