¿Después de mí, nadie?: el 98 taurino y la retirada de Guerrita
Historias taurinas
El altivo califa cordobés dijo adiós a la profesión hace 125 años exactos abriendo un complejo periodo de transición –llenado por los diestros de la Edad de Bronce- que no fue ajeno a los vaivenes sociopolíticos de la propia nación
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“No me voy, me echan”... es una de las sentencias lapidarias de Rafael Guerra Guerrita pero esconde un hondo significado. El segundo califa se había marchado para siempre del toreo después de actuar el 15 de octubre de 1899 en el coso de la Misericordia de Zaragoza, alternando con el primer Algabeño y Villita. El ultimo toro -era el número 2339 que estoqueaba en su carrera- se llamaba Limón y estaba marcado con el hierrode Jorge Díaz. Dos días después su esposa Dolores Sánchez le cortaría la coleta en su casa cordobesa de la calle Góngora. Ahora hace 125 años exactos de aquella decisión inesperada –El Guerra no había dicho esta boca es mía- que reflejaba la presión de los mismos públicos que le habían encumbrado cuando sólo era un altanero banderillero en las cuadrillas de postín. Todo había cambiado; también el país. A punto de cerrarse el siglo XIX ya estaban cansados de la altanera hegemonía del califa con el telón de fondo que prestaban los desastres del 98.
Con el cambio de centuria también se estaba echando el candado a toda una época del toreo que no iba a ser ajena –una vez más- a los aconteceres sociales, históricos y económicos del solar patrio, reflejados en la aspereza de los públicos de las plazas de toros erigidas como espejo de la realidad de España. Nada es casual: 1898 había sido el rompeolas de todos los desastres hispanos, la liquidación de las últimas migajas de un imperio en el que un día no se puso el sol. A la pérdida de las últimas colonias se unió el espíritu pesimista de un puñado de intelectuales que veían en el mundo de los toros –con todo el universo tipista o flamenquista- otro síntoma más de la decadencia del mundo hispano.
Las fechas siguen encajando: Fernando Claramunt, en su libro Toreros de la generación del 98, recordaba que las corridas fueron prohibidas en Cuba por orden del general de brigada Adnan R. Chaffee, jefe del estado mayor del Ejército de Estados Unidos, con fecha 10 de octubre de 1899. Quedaban sólo cinco días para la retirada de Guerrita que, como gran parte de la torería hispana, también se había vestido de torero en la llamada Perla de las Antillas.
Si en el imperio ya se había puesto el sol, en el toreo estaba a punto de eclipsarse el II Califa. Azorín, Baroja, Unamuno o Valle Inclán se unen en el terreno literario a esa crítica que encontrará su visión plástica en la pintura de Gutiérrez Solana. Pero nada es casual: esa decadencia o pesimismo social y políticos iba a dar la razón a Ortega y Gasset, trazando un interesante y constante paralelismo entre la historia del país y el devenir de las propias corridas de toros. Con la decadencia llegaba una nueva etapa de toreros honestos y toros duros. Atrás quedaban los colosos, se abría un incierto páramo en espera de los nuevos dioses.
“La historia de las corridas de toros revela algunos de los secretos más recónditos de la vida nacional española durante casi tres siglos. Y no se trata de vagas apreciaciones, sino que, de otro modo, no se puede definir con precisión la peculiar estructura social de nuestro pueblo durante esos siglos, estructura social que es, en muy importantes órdenes, estrictamente inversa de la normal en las otras naciones de Europa…” Escribió Ortega y es que la extinción de los últimos rescoldos del imperio ultramarino español tampoco iba a ser ajena al toreo.
Competidores y sucesores
En medio de ese panorama se produce el adiós de Guerrita quejándose, no sin amargura, del desapego de los públicos. A Guerrita no hubo torero que le hiciera sombra. Ninguno. No lo hizo el carismático Reverte; tampoco pudo el arrojado y torpe Espartero, que gozaba del favor de los públicos pero acabaría despanzurrado en las astas del miura Perdigón. Pero el peso de la púrpura se había hecho insoportable para el emperador, mandón absoluto del toreo desde que tomó la alternativa en Madrid en 1887 de manos de su maestro Lagartijo hasta que se retiró para siempre después de actuar aquel 15 de octubre de 1899 en el coso de la Misericordia de Zaragoza. Lo hizo embozado en un bellísimo capote de paseo que sería reproducido más de un siglo después por Morante de la Puebla. Aquella prenda, que forma parte de los fondos del Museo Municipal Taurino de Córdoba, cubría con sus vuelos todo el siglo XIX y cerraba una etapa.
Pero conviene seguir pendientes de sentencia lapidaria del célebre califa que, de una u otra forma, estaba subrayando su propio papel en la historia del toreo. “Después de mí, naide…”. Guerrita no preguntaba. Afirmaba que después de él… nadie. Apostillando que después de nadie, Antonio Fuentes. Pero el Guerra no había dado en el clavo. El fino torero sevillano no sería capaz de sostener ese cetro en la compleja etapa taurina que se abría tras la retirada de Rafael. Los protagonistas iban a ser otros que tendrían que sobreponerse al enorme vacío y hasta al cambio de época que hemos analizado.
Aquella marcha, en definitiva, cerraba toda una era del toreo. Pero se abría otra que no estaría exenta de dificultades. A la vez que se estrenaba el siglo XX se estaba dando paso a una compleja transición –con Rafael González Machaquito y Ricardo Torres Bombita como principales referentes- que sólo concluiría entre 1912 y 1913 con la eclosión de una revolucionaria pareja de matadores que cambiarían para siempre el rumbo de la profesión y hasta los propios fines del toreo: Joselito y Belmonte. La irrupción de ambos colosos coincide con el ocaso profesional del Bomba y Machaco. El telón de fondo, una vez más, iba a prestar otros interesantes paralelismos: Europa está a punto de mudar de faz en la Gran Guerra. Eran tiempos de cambios…
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