Verde y oro para la muerte de ‘El Espartero’
Historia Taurina
Madrid. Son las cuatro y media de la tarde del domingo 27 de mayo de 1894. Salta a la arena el primer miureño. Lleva por nombre Perdigón, colorado, ojo de perdiz y bien armado
La noche está a punto caer en la Estación de Córdoba. En el andén se mascan los nervios. El tren que va a partir hacia Madrid va completo. Algunos pasajeros se han quedado sin billete. Todo son carreras, conversaciones a la desesperada, favores a altas instancias. “Manuel, no pasa nada. No torees esa corrida y quédate en mi casa. Descansa de toros por unos días”. Es la voz rotunda de Guerrita, que trata por todos los medios que El Espartero sea consciente de que su actuación en Madrid, sin medios de viaje, no es más que una quimera.
“Rafael, no puedo perder este festejo, estamos con la temporada recién iniciada y una incomparecencia no sería bien vista por los aficionados”. Finalmente, todo se soluciona. Se opta por añadir al tren un coche más y de esa forma, Manuel García El Espartero y su cuadrilla embarcan en un ferrocarril que los llevará a cumplir un cruel destino.
El tren parte hacía la capital de España. Rafael Guerra Guerrita camina hacía su casa. Su conocimiento de la profesión de torero le hace saber que El Espartero no está en buen momento. Ha actuado en las dos funciones programadas en la feria de Córdoba de ese año de 1894. Dos corridas con el mismo cartel. El 25 de mayo con toros de Ibarra y el 26 con reses de Emilio Campos, que ha comprado la torada de Barrionuevo. Ante ellos, los nombrados Guerrita y El Espartero, quienes estuvieron acompañados sendas tardes por el señorito loco, Luis Mazzantini.
El público sevillano, llevado por su entusiasmo y por la popularidad local de El Espartero, lo ha enfrentado al coloso cordobés. Guerrita no ve en la figura del torero hispalense más que un valiente a carta cabal. A un torero de escasos recursos y oficio. Un torero muy a merced de los toros. Todas las carencias las obnubilada con un valor descomunal. Entre inconsciente y suicida. De ahí, que el Califa segundo de la tauromaquia sintiese una especial devoción por Manuel El Espartero. Y por ello, al verlo durante los dos festejos de la Salud de Córdoba, a merced de sus oponentes, trató de que desistiera que actuara en Madrid con tanta celeridad como estaba previsto.
Al final, aquella tarde-noche del 26 de mayo de 1894, desde Córdoba parte un tren hacía Madrid. En él, Manuel García El Espartero viaja hacia su muerte, sin saberlo y sin tampoco sospecharlo. El destino estaba marcado. En la vieja plaza de Madrid, se anuncia para esta fecha 27 de mayo de 1894 una corrida de toros, donde se jugarían seis de los criados por Miura, quienes serían estoqueado por El Espartero, Carlos Borrero Zocato y Antonio Fuentes.
Mientras se va vistiendo de torero, con el traje verde y oro con cabos negros que le ha dispuesto su mozo de espadas, El Espartero rememora, inconsciente de su destino, todo lo que ha vivido como torero hasta ese día. Sus correrías de niño por el barrio de la Alfalfa donde se crió. Su afición por el toro y su deseo de convertirse con el tiempo en torero. Sus viajes, a lomos de un humilde borriquillo, a tentaderos y capeas. Su primera vez en Guillena. Su presentación como banderillero en la Maestranza en 1882. Su debut como novillero tres años más tarde.
También su alternativa en 1885, cuando Antonio Carmona El Gordito le cedió el toro de nombre Carbonero herrado con la rueda de Saltillo. También su presentación donde ahora se vestía de torero, donde Fernando el Gallo le cedió muleta y estoque el 14 de octubre.
Los recuerdos iban y venían de su mente. Tal vez algo presagiaba el valeroso torero sevillano. Era la hora para partir hacia la plaza. Ha llegado la hora. La hora de la verdad. La hora en que el hombre reta a la muerte, conociendo el riesgo y sin saber si va a resultar ganador en tan cruento combate.
Son las cuatro y media de la tarde que aquel domingo 27 de mayo de 1894. Salta a la arena el primer miureño. Lleva por nombre Perdigón, colorado, ojo de perdiz, cornidelantero y bien armado. Durante el invierno había ejercido como semental o raceador en la ganadería de Faustino Udaeta, quien le pidió el favor a Miura con el objetivo de mejorar su vacada.
Perdigón acomete con dureza a los picadores. Cinco varas, cinco caídas y tres caballos para el arrastre. Tocan a muerte y El Espartero toma muleta y estoque. Trasteo breve, como todos los de aquella época, y pronto monta el estoque. Los terrenos escogidos no son los más francos para la suerte de matar y el torero es cogido.
El Espartero se levantó, no se miró y volvió a la cara del toro. Vuelve a buscar la igualada de nuevo en terrenos comprometidos. Esta vez la espada se entierra en el morrillo de Perdigón, al que su instinto de defensa hace rematar con los pitones en el cercano cuerpo de su matador, a quien encuentra, ocasionándole una mortal cornada en el vientre. Prácticamente toro y matador mueren paralelamente.
El toro agoniza y Manuel El Espartero contrae las piernas en un gesto de dolor. El cirujano jefe de la plaza, el doctor Marcelino Fuertes, no puede nada más que certificar la muerte del torero sevillano a las cinco y cinco de aquella tarde de domingo, 27 de mayo de 1894.
El Espartero había muerto. Su cuerpo yacía con rictus sobrio y pátina marmórea entre cuatro cirios. Pero también aquella muerte trágica dio vida a su leyenda, a su inmortalidad y sobre todo a permanecer en el recuerdo de los aficionados al torero y cuya frase “más cornás da el hambre” se ha convertido en una sentencia, de las muchas que nos ha dejado el llamado Arte de Cúchares.
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