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¿Qué tiempo hará durante los traslados y la procesión?

Verde manzana y oro para un adiós

Historia taurina

Antonio Mejías Jiménez, ‘Bienvenida’, fue un torero que marcó una época por su clasicismo, ortodoxia, profesionalidad, naturalidad y por su bonhomía aderezada con una eterna sonrisa

Traje que lució Bienvenida en 1966. / El Día
Salvador Giménez

23 de agosto 2020 - 01:30

Todo está dispuesto. Ha llegado la hora de poner punto y final a un camino. Cuesta trabajo, pero ha llegado el momento. Atrás quedaron sus sueños de niño, sus primeros desvelos y su anhelo de ser torero al igual que su padre y hermanos mayores. Es obvio que aquel ambiente tan taurino, donde creció, fomentó sus deseos y cultivó su afición eran los más propicios, pero si su espíritu y sus condiciones no hubieran sido favorables, no hubiera rayado a la altura que lo hizo en su carrera profesional.

Y es que, Antonio Mejías Jiménez, Bienvenida, fue un torero que marcó una época por su clasicismo, ortodoxia, profesionalidad, naturalidad y, sobre todo, por su bonhomía aderezada con una eterna sonrisa.

Es mediodía. Antonio Bienvenida llega a la casa familiar en la calle General Mola, en Madrid. Allí, en la primera planta del edificio, se estableció el cuartel general de la dinastía. El torero ha descansado mejor que en las noches anteriores. Se ha levantado temprano, para a continuación desayunar con la familia y disfrutar de unos momentos con ella.

Ahora tendrá tiempo para ver crecer a sus hijos, eso sí, con la nostalgia del toro. La primera visita al llegar a la vivienda familiar es una visita obligada a la capilla. Allí deja a los pies de la réplica del Gran Poder, que mandase tallar su padre y que preside el altar, un improvisado ramo de flores. Luego atiende a los amigos, a los medios de comunicación que le requieren, para pasar pronto a la clausura de la habitación, donde permanecerá enclaustrado hasta la hora señalada.

La estancia está en penumbra. Sobre una silla el mozo de espadas ha preparado ceremonialmente las prendas previstas para el adiós. Un traje verde manzana y oro espera cobrar vida. El matador se queda solo. Por su mente van pasando, como una película, los momentos que más le marcaron en su vida. Las enseñanzas de su padre, fundador de la dinastía y llamado Papa Negro del toreo, así como la última tarde que lo vio torear antes de morir en 1964. También la faena siendo novillero a Naranjito de Antonio Pérez-Tabernero en Madrid el 18 de septiembre de 1941, donde cuajó un trasteo impresionante que hacía vislumbrar su categoría torera.

También la tarde donde su hermano Pepe lo convirtió en matador de toros el 9 de abril de 1942, previo paso por el calabozo. Para la ceremonia se preparó un encierro de Miura y los veterinarios desecharon un ejemplar. Los hermanos Bienvenida se negaron a torear si no se completaba el encierro y fueron detenidos por desacato a la autoridad. Finalmente se completó el encierro y el festejo se llevo a cabo. También recordaría los momentos de dolor, los percances, las heridas. Todo en breve será un recuerdo que permanecerá en su mente, la de un matador de toros.

Llega la hora. Vestido de verde, esta vez en tonos manzana, como tantas tardes importantes se hace presente en la puerta de cuadrillas de la Monumental madrileña. El coso está lleno a reventar. Madrid, que le adora, se ha congregado para ver a su ídolo despedirse del toreo. Seis toros seis, le esperan en chiqueros. No ha querido terna para su despedida. Antonio Bienvenida solo ante la gloria, o quién sabe, si la tragedia. Parte plaza al frente de sus cuadrillas. Se desmontera a mitad del paseíllo. La plaza aplaude de forma ensordecedora. Un sombrero cae desde el tendido a sus pies, ahí quedó el momento inmortalizado por la cámara. Es 16 de abril de 1966.

Se cambia la seda por el percal. Sin pausa se abre el oscuro toril. Primer acto del anunciado adiós. Toda la tarde es una sucesión de emociones. La tauromaquia clásica, aquella que le inculcaron desde niño, fluye de sus trebejos de torear a cada momento. El capote, suelto y de poco apresto, es manejado con elegancia en cada lance, aunque también es oportuno en los quites, así como florido y barroco en los adornos. La lidia es total. Los tres tercios tienen importancia. Luce en banderillas en el sexto, su último toro. Clavó con majeza los tres pares, el segundo brindado a la banda de música que rompió a tocar el pasodoble Gallito, cosa inusual en Madrid. Las faenas de muleta son un compendio, una enciclopedia viva de lo que debe de ser el toreo en toda su esencia. Todo ha pasado muy deprisa, aunque con intensidad.

El sexto toro ha doblado y es arrastrado por las mulas. Su hermano Pepe le desprende el añadido torero. Luego, Antonio repite el gesto con algunos miembros de su cuadrilla que han decidido también dejar la profesión. El matador se niega a ser izado en hombros. Corre presuroso hacía la puerta de cuadrillas, cuando está cerca de su objetivo, tropieza y cae. Ya es imposible. La multitud lo alza para pasearlo por las calles de Madrid hasta la calle General Mola.

Allí llega descalzo, desmadejado, destrozado. Ha sido su adiós a los toros. En una silla, manchado y sudado, pero lleno de torería, queda un vestido que ha sido fiel testigo de un hecho irrepetible que ha marcado una fecha en la historia del torero.

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