La Soledad de Antonio Ordóñez

HISTORIAS TAURINAS

La última dolorosa de la Semana de Sevilla fue revestida para su quinario anual con una original saya –que no era tal- que volvía a evocar la figura del genial diestro rondeño

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La Soledad, revestida con los bordados ofrendados por Antonio Ordóñez. / J.m. Silva

Sucedió la semana pasada, en vísperas del Miércoles de Ceniza. La Virgen de la Soledad amaneció a los suyos entronizada en su altar de quinario, precedida de casi trescientas velas y revestida con una saya que, más allá de los que andaban en el ajo, casi nadie adivinaba a identificar. El prioste y vestidor de la dolorosa del Sábado Santo, Federico Carrasco, no ocultaba su sonrisa. Pero el secreto no tardó en ser desvelado: en realidad ni siquiera se trataba de una saya como tal sino de una especie de trampantojo que el vestidor había preparado montando sobre otra saya negra lisa la toca sobremanto que había regalado Antonio Ordóñez en aquellos tiempos en los que la Virgen de San Lorenzo aún era aderezada con aires macarenos por Paco Ponce.

El efecto, visto desde el suelo del templo era magnífico; también enigmático. Esa toca, que ha permanecido muchos años prácticamente en desuso, ya había sido recuperada en alguna ocasión por Federico. Es de malla de oro y una pequeña cartela identifica a los oferentes. Las letras O-G por los apellidos Ordóñez y el González de su mujer Carmen Dominguín, hermana del gran Luis Miguel. Al fin y al cabo, más allá del alarde priostil, se encontraba el homenaje al maestro de Ronda, maniguetero de antifaz de terciopelo negro de las últimas tardes del Viernes Santo que figuró en las listas de la Soledad –como sus cuatro hermanos toreros- desde muy jovencito.

Antonio Ordóñez, vestido de nazareno de la Soledad de San Lorenzo. / Arjona

La manigueta de Ordóñez era la delantera izquierda. La derecha la tienen concedida a perpetuidad los herederos del pintor Santiago Martínez, diseñador de ese paso de oro, luz y azucenas que caracteriza a la corporación del Sábado Santo desde 1951. Fue la mejor manera de pagar una creación que se sumaba al momento febril de la cofradía del barrio de San Lorenzo, que adoptaba sus definitivas claves de identidad gracias al concurso de personas providenciales entre las que descollaba la figura de Antonio Petit.

Las fechas coinciden... En 1951 había tomado la alternativa aquel novillero de Ronda, tan vinculado a Sevilla, que estaba destinado a convertirse en un paradigma de clasicismo, en torero de toreros. Las viejas fotografías recogen al torero, muy jovencito, entregando un vestido blanco en presencia del propio Petit en la bisagra década de los 50. Seguramente, aún no había alcanzado ese doctorado madrileño pero ya estaba bendecido para ser el torero histórico que inscribió su nombre con letras de oro en la historia de la Tauromaquia. No fue ni el primero ni el último obsequio de la familia para aquella Virgen a la que rezaron los cinco hermanos toreros –Cayetano, Juan, Antonio, Pepe y Alfonso– y que ya había recibido el fervor de Gabriela Ortega y su hijo José, el gran Joselito.

Antonio Ordóñez ofrenda un traje de luces a la Soledad de San lorenzo. / Archivo A.R.M.

Heliotropo y oro

Pero si hay una prenda emblemática que resume por sí sola la intensa relación devocional del genial rondeño con la dolorosa de San Lorenzo es la saya heliotropo que le regaló a raíz de su triunfal reaparición en la plaza de la Maestranza. Aquel suceso cerraba un lustro de ausencia y algunas diferencias con Diodoro Canorea que quedaron despejadas después de cuajar por todo lo alto dos toros de Urquijo el 22 de abril de 1967. Le sacaron a hombros por la Puerta del Príncipe en un tiempo en el que el privilegio sólo dependía del entusiasmo y no entendía de números. A los pocos días iba a entregar aquel traje inconfundible a la cofradía de la Soledad, que realizó la saya que suele servir para estrenar los días de Pascua Florida, alternada con otra blanca que se confeccionó con otro traje del propio Ordóñez.

Ordóñez, vestido de heliotropo y oro, la tarde del 22 de abril de 1967. / Arjona

Dos años después llegaría el puñal de oro, encargado por el genial rondeño en la joyería Aldao de Madrid certificando un fervor que nunca fue interrumpido. El tiempo le llevó a empuñar una vara dorada al otro lado del río pero su devoción primera, la más íntima, siempre fue la Soledad. La enfermedad ya había marcado el rostro del maestro cuando recibió la medalla conmemorativa de sus 50 años de pertenencia a la corporación soleana en septiembre de 1997. Aquel día aún contribuyó a sufragar el terciopelo de los nuevos faldones del paso que iba a bordar Charo Bernardino. Un año después, el 19 de diciembre de 1998, nos dejaba para siempre. Le cubrieron con un manto de la Esperanza de Triana que aún estaba en besamanos…

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