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Roca Rey volvió a nacer en Santander

El torero peruano acaba con politraumatismo tras una dramática cogida en Santander

La valentía de Cayetano Rivera y Antonio Chacón en Santander para salvar la vida de Roca Rey

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Roca Rey volvió a nacer en Santander

El torero peruano Andrés Roca Rey sufrió un politraumatismo en la rodilla izquierda y contusiones múltiples de "pronóstico reservado", según los partes del Servicio Médico de la Plaza de Toros de Santander, donde, en la Feria de Santiago, entró dos veces en la enfermería, una de ellas tras una cogida que pudo ser mortal.

El Servicio Médico de la Plaza de Toros de la capital cántabra emitió dos partes tras los dos ingresos en la enfermería del matador Andrés Roca Rey, acontecidos tras matar al segundo y al sexto toro de la cuarta corrida de abono de la Feria de Santiago.

En el primero de esos partes se refiere un “politraumatismo que afecta a la rodilla izquierda”; y en el segundo, “contusiones múltiples en cuello, cara, muslo derecho y rodilla izquierda”, de “pronóstico reservado”.

Un triunfo agónico de figurón

No cabía un alfiler en los tendidos de sol, mas había pequeñas calvas en los altos del 1 y el 2. Roca Rey traía la inercia arrolladora de una división blindada en su estío triunfal, rindiendo una plaza detrás de otra. Pero no agotó el papel en Santander.

“Extraordinario” traía por delante dos pitones de respeto, las puntas mirando hacia el cielo; seriedad de toro con carita de hombre. Embestía brutote, con los pechos, a trallazos. Por eso el "panzer" del Perú ordenó que le dieran un leñazo de los buenos en el caballo. Que no corrigió su mansa condición, su falta de entrega.

Roca Rey atornilló las zapatillas en la arena de hierro de Cuatro Caminos. Las miradas del de Bañuelos radiografiaban las femorales; sus oleadas con los pitones por las nubes silbaban por la pechera, por la chaquetilla estampada. El americano, impasible, no movía ni un músculo.

Se paraba, probaba, medía el animal. Se impuso el imperio de la voluntad de un figurón del toreo. Ni un paso atrás. Roca entregaba su cuerpo en cada pase, como diciendo “he aquí el hombre”. Y el toro seguía pasando, no le quedaba otro remedio ante aquella ofensiva en tromba. Hasta que en el giro para resolver con el de pecho le echó mano. Al primer impacto de la metralla siguió una nueva andanada tras volver a voltearlo, desde el suelo.

Repuesto, como si no hubiera ocurrido nada, el público ya sintió el peligro, que hasta entonces se había mostrado algo sordo. Y se rindió sin concesiones ante un nuevo despliegue de valor descarnado. Volvió a resistir un nuevo bombardeo de pitonazos un Roca Rey desafiante con el bruto y con el público, que entró en paroxismo. La gente en pie. El estoconazo despertó el bramido al unísono de las 10.000 almas que atestaban los graderíos. Oreja de acero con valor de un corazón púrpura.

Ingresó en la enfermería y salió para matar el segundo de su lote, en sexto lugar, de presentación magnífica. Se hizo el silencio de las grandes ocasiones, roto por las exclamaciones populares ante las oleadas de un manso que fluctuó de un jaco a otro.

Y por una ovación fogosa en el brindis a la puchera de Cuatro Caminos. Que se estremeció de pavor ante una cogida que pudo ser mortal (como suena): en el primero por alto se le venció y lo llevó empalado, entre las astas, hasta las tablas del 7, junto al portón que da acceso a la enfermería. Allí lo empotró contra los tableros (como suena). Al bajarlo de aquella crucifixión llegó Cayetano, al que también cogió el toro aparatosamente. Santiago, patrón de las Españas, obró dos milagros.

Resucitado, recuperado del K.O. pero visiblemente tocado, volvió a ascender el calvario de una tarde santanderina que pasará a la historia por la vía de la epopeya. Y Roca Rey, con la muerte a cuestas, se puso a torear. A llevar despacio la mansa embestida; a gobernarla con la mano a rastras; a meterse en el terreno del animal; a enredarlo en circulares elípticos.

Se hizo un silencio de sepulcro al perfilarse. Un pinchazo. Empujaban 10.000 corazones y al segundo envite, echándose esta vez por voluntad propia encima de los pitones, cobró un estoconazo. La plaza era un manicomio habitado por cuerdos que comprendieron perfectamente lo que acababan de vivir: una epopeya digna de Aquiles en pleno siglo XXI. Premiada con dos orejas.

Después de esto, se antoja ocioso relatar el resto. En el que cabe reseñar que tras un garboso quite por Chicuelo, Pablo Aguado se salió a los medios con “Señorón”. "¡Huele a torero!", exclamaron desde la andanada del 1, tras dos trincheras de cartel y un andarle al toro delicioso, con aroma de fina estampa. Fue, efectivamente lo más torero de una labor en el filo. Salpicada de detalles sabrosos. Y no más, ante un toro que se movió y repitió con las complicaciones de su punto encastado. Se atascó con la espada.

Apenas se estiró con el torazo que dio 581 kilos en la báscula, jugado en quinto lugar, por lo ya dicho. Y le pitaron.

Cayetano sorteó en primer lugar un manso al que terminó persiguiendo por el anillo. El colorado cuarto era precioso, de lomos rectos, descolgado y pitones acucharados. En el caballo le pegaron en exceso, quedando muy sangrado, casi hasta las dos pezuñas. Empujó con cierta clase en las series iniciales, en que Cayetano lo esperaba desde la pala del pitón, y luego se apagó. La espada nuevamente actuó como tapabocas en la que no fue su tarde más entregada ni feliz.

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