Rafael Albaicín, gitanería de negro, sedas y oro
Historia Taurina
Los misterios y los designios del destino hicieron que aquel muchacho de piel cetrina quisiera ejercer el oficio para el que aquel traje viejo que vestía había sido concebido
Los pintores tienen el don de ver el color donde el resto de los mortales no podemos verlo. Es una capacidad innata, rozando el misticismo, de una liturgia antigua. Como arcaicos alquimistas manejan los pigmentos para dotar de vida lienzos o tablas. En una amplia estancia, Ignacio Zuloaga sueña con sus pinceles. Sabiamente combina los colores de su policroma paleta, diluyendo y mezclando la amalgama de variados tonos, con esencias de trementina o aceites de linaza.
Su trazo es firme, a la vez que sencillo. Su pintura evoca tiempos de gloria del arte español. El costumbrismo, el retrato, los paisajes de la España más profunda, todo está presente en su obra. También el toreo. De hecho, durante su juventud probó fortuna en el arte de Cúchares, anunciándose en plazas andaluzas como el Pintor. El toreo no perdió nada, la pintura y las artes plásticas ganaron mucho.
En su estudio le acompaña su ahijado. Un gitanito delgado y enjuto. De pelo negro y piel de bronce. El muchacho tiene una solida formación. Habla además del castellano, su lengua nativa, francés e inglés con solvencia. Ha viajado por Europa y es un virtuoso pianista. Al teclado, interpreta con facilidad a los clásicos. Bach, Mozart o Handel no son desconocidos para Ignacio Rafael García Escudero, el ahijado gitano del pintor, al que todos conocen por Albaicín.
Un día cualquiera, el maestro pintor hace vestir a Rafael con un ajado vestido de luces. Un terno de glorioso pasado, pero de vetusto presente. Sus brillos se han opacado y con ellos la vida para la que fuera concebido, en cualquier sastrería taurina de la centuria decimonónica. Rafael, el Albaicín, vestido con aquel añejo traje de torear, posó varias jornadas para su padrino. Sin saber cómo, el instinto atávico y primigenio del toreo fue despertando en el joven Rafael. Los misterios y los designios del destino hicieron que aquel muchacho de piel cetrina quisiera ejercer el oficio para el que aquel traje viejo que vestía había sido concebido. “Padrino, yo quiero ser torero”. El pintor le apoyó y le introdujo en el ambiente taurino.
Rafael Albaicín vio cumplido su sueño. Las tardes de luces, miedos, gloria y tragedia comenzaron a serle cotidianas. Su toreo era instintivo, por lo tanto natural, fugaz y preñado de improvisación. Su capote de seda embrujó las cenicientas arenas del viejo coso de Bilbao. Los triunfos en las plazas le llevaron a una alternativa con un cartel netamente calé.
Rafael Albaicín tomó la borla del doctorado como matador en la plaza de Madrid, el día 17 de octubre de 1943, de manos de Cagancho, quien ejerció como padrino, con Gitanillo de Triana como testigo de la ceremonia. Los toros pertenecieron al histórico hierro de Trespalacios.
Albaicín prosiguió por las plazas. Su figura, gitana y a la vez torera, desplegaba el toreo sentido y barroco, aunque irregular, la inspiración no es la misma todos los días y que era capaz de realizar cuando encontraba un toro a modo y los duendes le conmovían lo más profundo de su sentimiento, brotando de sus muñecas lances de ensueño y pases de todas las formas y firmas, aderezados con su singular personalidad. Rafael Albaicín, tal vez por la época que le toco vivir, fue el torero gitano más amanoletado, pero aún así su inspiración, tanto dentro como fuera de la plaza, le hizo distinto.
Afirmaron que fue más gitano que torero, pero lo que hizo a los toros muestra indeleble de su torería. Aún perdura en las retinas de los que tuvieron la fortuna de verlo y a su vez han sabido contarlo a las nuevas generaciones.
El mes de julio termina. Es domingo, día 30. En Sanlúcar de Barrameda se anuncia un festejo en el que intervienen Álvaro Domecq y Díez, a caballo, y Curro Caro, el portuense Miguel del Pino y Rafael Albaicín, quienes se enfrentarían a un encierro de Juan Guardiola Soto. Los toros salen bravos. Salta el tercero de la tarde, de nombre Cazador, es bravo, con poder.
Frente a él está la figura de junco, morena y gitana de Rafael Albaicín. De principio a fin y durante toda la lidia, las musas están de su lado. Prodigios con el percal e inverosímil y para el recuerdo la faena realizada con la franela. Trasteo preñado de clasicismo, a la vez que de improvisación y genialidad. Llegada la hora de la suerte suprema, Rafael lía el trapo rojo al estaquillador, el movimiento hace que el bravo Cazador se arranque de improviso, Albaicín no se descompone. Adelanta la mano izquierda y embarca la embestida del toro para estoquear certeramente recibiendo. El toro cae. El triunfo es grande, Rafael recorre, en compañía del mayoral, el anillo del coso del Pino. La obra quedó allí y aún, les aseguro que sí, es recordada.
Rafael Albaicín fue un torero fugaz. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Aquel chiquillo que despertó como torero, vestido con un viejo terno descompuesto y descolorido, gustó de ser original a la hora de vestir.
Diseñó muchos de su trajes e incluso se asegura que poseyó una montera blanca, de la que se dice nunca hizo uso. Su padrino, no podía ser menos, también ideó originalísimos trajes de torear, destacando un negro, oro y sedas utilizado en su etapa novilleril e inspirado en los mantones de Manila que cuentan lucían con empaque y sensual elegancia las operarias de las fabricas de tabacos de la Baja Andalucía, esa que aún sueña con el toreo gitano, del que dicen era el menos torero de los de su raza
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