Paquirri, un sevillano vocacional
El día que debutó en la Maestranza de novillero cumplió con una de sus metas, abrir la Puerta del Príncipe · Ordóñez le inculcó la devoción por Triana y la Esperanza
Amigo mío, por los agujeros de las cornadas que me dio aquel toro de Osborne en Sevilla no se me fueron ni el valor ni la afición, pero sí me han dejado sin poder salir de nazareno con el Cristo de Triana". Así se manifestaba Francisco Rivera meses antes de lo de Pozoblanco mientras se tomaba un café en el antepalco del Benito Villamarín durante el descanso de un partido del Betis. El toro Locares, negro burraco de Osborne, le había cogido en banderillas la tarde del viernes de Feria del 78 para abrirle los dos muslos y, entre otros estropicios, llevarse por delante una de las safenas.
La sangre que baja por la femoral tiene en la safena su vía de retorno y Paco podía hacer cualquier tipo de ejercicio menos estar mucho tiempo de pie y parado. Correr, lo que hiciese falta, pero no podía con esos parones que ha de llevarse un nazareno, de ahí que ya no le fuera posible cumplir con una de sus grandes pasiones, la de vestir el antifaz y la túnica morados del cuerpo de nazarenos del Cristo de las Tres Caídas. Adoraba Paco a la Esperanza, pero su devoción especial era el Cristo y una gran efigie suya en oro colgaba siempre de su cuello.
Puede decirse que Francisco Rivera, un barbateño que había nacido en la vecina Zahara de los Atunes, había arraigado muy pronto en Sevilla. Sevilla era para él, desde becerrista, la Meca soñada. Disfrutaba yendo con su padre y su hermano José a los toros en Sevilla y el 1 de mayo de 1966 se consideraría, definitivamente, el hombre más feliz del mundo. Esa tarde debutaba como novillero en Sevilla y saboreó el gusto de la gloria saliendo por la Puerta del Príncipe tras cortarle tres orejas a su lote de novillos de Carlos Núñez.
Sevilla estaba en su cabeza como una obsesión indesmayable. Venía con mucha frecuencia para despachar con Camará, su apoderado, en la casa solariega que el gran taurino cordobés tenía en la calle Fabiola. Sevilla no se le podía resistir y Paquirri, de celeste y oro casi siempre, entró no más llegar en el corazón de la afición sevillana. Parecía extraño que un torero que no estaba en el tipo de los toreros que enamoran a Sevilla hubiese entrado tan rotundamente y tan pronto en el corazón de la Maestranza.
Y cuando ennovia con Carmen Ordóñez, su futuro suegro, el gran Antonio Ordóñez, le inocula en vena otro sentimiento sevillano, el amor por la Esperanza de Triana. Antonio llegó a ser hermano mayor de la hermandad y Paco decidió atravesar cada Madrugada el puente vestido de nazareno. Todo bien hasta que se le cruzó Locares, aquel toro de Osborne que le reventó ambos muslos. Sevilla en el corazón ya de Paquirri y aunque se casa con Carmen en la madrileña iglesia de San Francisco el Grande, pronto se viene a vivir a Sevilla y a ir a hacer deporte donde iban los toreros de Sevilla, a Piscinas Sevilla. Allí juega al tenis y al fútbol siempre en compañía de Félix Pecellín, un mecánico de Triana que le hace de chófer, que quiso ser torero y que moriría unos días antes que Paco cuando, ya como banderillero de Espartaco, se despojaba del traje de luces en un hotel de Valladolid.
Otro sentimiento sevillano le viene de muy atrás, de cuando entrenaba de chaval en el campo del Barbate y el entrenador del equipo barbateño, Rafael Fernández Villarín, le enseñó a querer al Betis. En sus últimos años suele ir al campo a ver al Betis y siempre tiene un sitio de honor en su antepalco. Habitualmente va en su moto, de gran cilindrada, y con el acompañamiento de su amigo el también trianero, y muy sevillista, Antonio Otero. Por entonces ya está casado con Isabel Pantoja y pocos días antes de que ésta dé a luz a su hijo, Paco invita en Cantora a la plantilla del Betis que acude con Gerardo Martínez Retamero a la cabeza.
Sevilla ha arraigado en el corazón de Paco, que está muy lejos de imaginar que el 4 de mayo del 84, viernes de Feria, va hacer su último paseo en Sevilla. Se lidian toros de El Torero, abre cartel Antoñete y lo cierra Emilio Muñoz, no pasa nada, pero Paco no volverá a hollar el albero maestrante, esa alfombra tan querida por él y en la que tantos triunfos cosechó y tanta sangre derramó. Era su trigesimoquinto paseíllo en la Maestranza, pero pudieron ser muchos más, pues sólo tenía treinta y seis años cuando Avispado, de Sayalero y Bandrés, se le cruzó en el camino aquella tarde negra del 26 de septiembre de 1984.
Su entierro no podía ser en otro sitio que en Sevilla y en Sevilla había toros ese 28 de septiembre por la tarde. Pero no podía haber toros cuando ese mismo mediodía, Paquirri había dado su última vuelta al ruedo a hombros de todo el toreo mientras Curro Romero, el torero de Sevilla, lloraba escondido en una grada tras sus gafas negras. Y como no podía ser de otra manera, Paquirri reposa en Sevilla, frente a Gallito, El Gallo y Sánchez Mejías, inmortalizados por Benlliure, junto al mármol negro que guarda a Belmonte y a la tumba llena de atributos taurinos de Manolo González.
Sí hubo toros al día siguiente y a una hora no muy taurina, las doce, al mediodía de un sábado muy soleado, con toros de Jandilla para Tomás Campuzano, Espartaco y Pepe Luis Vázquez, que sustituía a un José Mari Manzanares sumido en una fuerte depresión por la muerte del amigo y la plaza de toros de Sevilla, esa Maestranza tantas veces rendida a los pies de Paquirri guardó un espeso e inolvidable minuto de silencio mientras las lágrimas caían por rostros muy curtidos. No estaba Paco en el tipo de torero que embelesa a Sevilla, pero Sevilla se le entregó de la misma forma que él se entregó a una de sus grandes obsesiones, conquistar Sevilla.
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