Ortega tenía razón: los toros como espejo de España

EL REPASO

La extraordinaria concurrencia del público a las plazas –que no siempre va pareja al nivel de los toreros- es el certificado más válido de una reacción protaurina que esconde otras variables

¿Qué pasó con la Feria Mundial del Toro?

El Repaso: Morante, la mirada inmóvil

Roca Rey, rodeado de una multitud de jóvenes, en la pasada feria de Córdoba.
Roca Rey, rodeado de una multitud de jóvenes, en la pasada feria de Córdoba. / Joaquín Arjona/Lances De Futuro

La semana pasada esbozábamos la idea y prometimos ampliarla: para entender la historia y la realidad de España no se puede perder de vista lo que acontece en las plazas de toros, entendidas como espejos de la propia sociedad. Hace siete días recordábamos los llenazos de Sevilla; las impresionantes entradas de Madrid, incluyendo el fiasco de este mismo fin de semana, y hasta la recuperación taurina de plazas criogenizadas como las de Marbella y Cáceres. La revitalización taurina es evidente e incontestable y ha encontrado en la juventud un ariete desacomplejado que demanda –eso también- un poquito de educación taurina para moderar la sed y crecer como aficionados.

Pero el meollo de la cuestión es otro y vuelve a dar la razón a Ortega y Gasset que escribió un día que “no se puede comprender la historia de España, desde 1650 hasta hoy, quien no se haya construido con rigurosa construcción la historia de las corridas de toros en el sentido estricto del término”. La sentencia no puede ser más certera y permanece vigente: la respuesta al ataque de un ministro sectario –de escasísimo apoyo electoral y colocado por mero oportunismo político- ha sido llenar las plazas y refrescar ciertas esencias, abrazar nuestras señas de identidad. También lo dijimos en El Repaso de la pasada semana: el aire podría estar dando la vuelta…

No se trata de hablar de siglas políticas, de izquierdas o de derechas. El asunto trasciende las miserias del lamentable clase dirigente que soportamos –algo debimos hacer mal en otra vida- con la paciencia de santo Job. Hablamos de una manera de ser y entender la vida, de relacionarse con el agro y la naturaleza; de unos valores ancestrales que entran en confrontación con esa dictadura del pensamiento único en la que entran factores más que discutibles como el animalismo, el veganismo o ese ecologismo despótico que nunca se ha parado a escuchar a los hombres del campo.

Reflejos y paralelismos

Estas reflexiones nos prestan la excusa para dar un repasito a la historia de España y trazar, aunque sea de forma apresurada, algunos paralelismos interesantes. Podríamos partir de la retirada del gran Guerrita que marcó el cambio de siglo y echó el telón a toda una época de la historia del toreo. 1898 había sido el rompeolas de todos los desastres hispanos; la liquidación de las últimas migajas de un imperio en el que un día no se puso el sol. A la pérdida de las últimas colonias se unió el espíritu pesimista de un puñado de intelectuales que veían en el mundo de los toros –con todo el universo tipista o flamenquista- otro síntoma más de la decadencia del mundo hispano. Guerrita se iba a retirar un año después, en la feria del Pilar de 1899. Concluía el imperio de ultramar pero también se cerraba su el califato absoluto. Las decadencias -en el toreo y el solar patrio- iban a ser paralelas...

Después del coloso llegarían Machaquito y Bombita, paladines de esa dura Edad de Bronce que iba a preparar el terreno de Joselito y Belmonte. Pero ambos colosos no pueden ser entendidos fuera del florecimiento cultural que empieza a operarse en la piel de toro mientras en Europa suenan tambores de guerra. La Edad de Plata de la cultura española va a coincidir con la del toreo, acotada entre dos muertes: la de Gallito en Talavera en 1920 y la de su cuñado Ignacio Sánchez Mejías después de la cornada de Manzanares, hace ya 90 años.

No dejaba de ser una peculiar antesala taurina de la contienda fraticida que estaba a punto de asolar España. Y en la posguerra surgió un torero que iba a simbolizar como ninguno el espíritu ascético de aquellos años de autarquía. Hablamos, como no, de Manolete que también cerca con su muerte –instalada en el imaginario hispano- otra época de España. Otro cordobés, de Palma del Río, simbolizaría algunos años después la España del aperturismo, del seiscientos y el apartamento en Torremolinos. El Cordobés revoluciona el cotarro y es el torero ye-ye, un espejo del desarrollismo, un beatle con traje de luces…

De la Transición a nuestros días

Pero la historia no se detiene y vuelve a marcar asombrosos paralelismos: la transformación de la plaza de Madrid –convertida en senado intransigente e inquisitorial- es paralela a los años grises del tardofranquismo y la irrupción de una prensa pretendidamente regeneracionista que acabaría chapoteando en el integrismo a la vez que se estrena el llamado toro del guarismo. Fue en la temporada de 1973 mientras se empieza a hablar de fraude, manipulación… El toreo iba a iniciar su propia transición, paralela a la política, que sólo concluiría con la muerte de Paquirri en 1984.

Dos años antes se había producido la victoria del PSOE que finiquitaba esa transición política. Y sólo un año después, en la Feria de Abril de 1985, se iba a producir la irrupción definitiva de Espartaco después de cuajar al célebre toro Buenasuerte de Manolo González. No hay torero más ochentero, más emblemático de la propia democracia… Podríamos ampliar el asunto, hasta escribir un libro sobre ello… Roca Rey, un torero de masas que conecta con la juventud de hoy, encarna hoy ese papel de ídolo y es fiel a las virtudes y los defectos de su propio tiempo. Como siempre fue...

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