AMÉRICA TAURINA
Borja Jiménez confirma este domingo en la México
Historias Taurinas
La efeméride, en realidad, se cumplió este martes. Pero un día es un grano de arena en una historia continuada, sin renunciar a una identidad y sin salir de las manos de la misma familia, que ya roza los dos siglos. El 30 de abril de 1849, que cayó en un remotísimo lunes, se produjo la toma de la preceptiva antigüedad de la ganadería de Miura en el ruedo de la Corte, la vieja plaza de la Puerta de Alcalá de la que sólo queda un rótulo recordando su existencia en lo que hoy es el barrio de Salamanca.
Aquella presentación se produjo sólo siete años después de la primera compra de reses por parte de Juan Miura y a sólo tres del primer cartel conocido –recopilado por el incansable investigador sevillano Luis Rufino Charlo- en el que figuran las míticas reses de la A con asas. Fue en Sevilla; en un 15 de agosto de 1846, lidiando a nombre de Antonio Miura –el hijo de don Juan, el industrial sombrerero que había fundado la vacada- y con divisa encarnada y verde. Se lidiaron seis utreros “por varios aficionados de esta ciudad” entre los que figuraba José Carmona, de la dinastía de los Panaderos de San Bernardo. Pero el cartel encierra otras curiosidades y hasta algunos enigmas genealógicos por resolver –no son los únicos- al advertir que la ganadería debutante se había anunciado antes a nombre del utrerano Joaquín Giráldez…
Si nos atenemos a la historia oficial hay que retroceder hasta 1842. El floreciente industrial sombrerero Juan Miura –tatarabuelo de los actuales propietarios– adquirió las primeras reses al acceder a los deseos de su hijo Antonio, un consumado caballista y amante del campo que anhelaba convertirse en ganadero y fue el verdadero inspirador de la vacada. Hablamos de unos tiempos en los que la floreciente burguesía comercial de la Baja Andalucía, alimentada por los vientos desamortizadores, buscaba prestigiar sus apellidos por la vía matrimonial y, sobre todo, con la progresiva acumulación de las tierras liberadas que habían pertenecido durante siglos a las órdenes monásticas.
Era la llegada de un tiempo nuevo –los viejos predios en manos nuevas- que, de una u otra forma hacían buena la sentencia del Gatopardo: había que cambiarlo todo para que todo siguiera igual… Aquella desamortización de bienes eclesiásticos fue un auténtico desastre en lo patrimonial pero, paradójicamente, se acabaría convirtiendo en un auténtico espaldarazo para la crianza del toro y el establecimiento de una novedosa aristocracia campera. En medio de ese aguafuerte social, económico y taurino, Juan Miura se iba a convertir en ganadero de bravo –ya poseía una piara de reses mansas- con la compra de una punta de vacas de Antonio Gil Herrera, procedentes de Gallardo.
El hierro escogido -que habría de convertirse en el emblema de toda una leyenda- había servido antes para marcar el ganado manso de un tal Antonio Cáriga que vendió sus reses a Juan Miura antes de que éste –o su hijo Antonio- emprendiera su aventura con el toro de lidia. La C de Cáriga, invertida y superpuesta a la A de Antonio acabaría dando origen las célebres asas que desde entonces son sinónimo de fogosa bravura y un comportamiento impredecible que han convertido al toro de Miura en un punto y aparte en el frondoso y complejo árbol genealógico de la cabaña brava.
Pero la génesis definitiva de la vacada, su verdadera y auténtica raíz, llegaría siete años después, en 1849, con la adquisición de casi 400 reses de Albareda procedentes de la mítica torada utrerana de Cabrera que se aumentaron con la compra consecutiva de la ganadería de Jerónima Núñez de Prado –de idéntica raíz Cabrera– y el cruce posterior, en 1854, con dos toros vistahermoseños de Arias de Saavedra. En ese punto nace la costumbre -mantenida hasta nuestros días aunque en la práctica el ganado ya esté completamente mezclado- de colocar el hierro de la casa en la nalga o la palomilla siendo las del cruce Vistahermosa herradas arriba y las de Cabrera abajo.
Ese remoto año de 1849 será crucial en la historia de la ganadería. Ya lo hemos dicho: la toma de antigüedad se verificó en el viejo coso de la calle de Alcalá de Madrid, el 30 de abril de 1849, lidiando con divisa encarnada y negra. En el cartel figuraban los espadas Manuel Díaz ‘Lavi’, Julián Casas y Cayetano Sanz aunque advertía que, en caso de llegar a tiempo, se sumaría a la fiesta el gran Curro Cúchares. Y así fue. Fueron dos los toros que echó don Juan Miura que se unieron a los dos anunciados del marqués de Casa-Gaviria y la collera lidiada por otro sevillano, Luis María Durán.
La crónica publicado el primero de mayo en El Clamor Público señalaba que aquella tarde remota había dejado satisfechos a los aficionados, “tanto por la bravura de los bichos como por lo bien lidiados que fueron en general”. La reseña destacaba especialmente el concurso de Cúchares, máxima figura de su tiempo, precisando que “superando mil dificultades y haciendo grandes sacrificios pecuniarios, según parece, consiguió la empresa que trabajase en ella el matador Arjona…”
La misma crónica hablaba del “poder y la bravura” de las reses de Miura en su presentación madrileña. Los seis toros lidiados de los tres hierros anunciados dejaron para el arrastre quince jacos y enviaron a la enfermería a cuatro picadores y un banderillero. Era el signo de una fiesta que no entendía de remilgos…
Pero la historia de la ganadería permanecía abierta. En 1856 se registra la enigmática compra de la mayor parte de la vacada de Francisco Taviel de Andrade, de raíz vazqueña y rastro desconocido. Hay otros cruces que sí están perfectamente reseñados: el más célebre fue con el toro Murciélago, un ejemplar de casta navarra de la antigua ganadería de Pérez Laborda, adquirida por el aragonés Joaquín del Val. Había sido lidiado en Córdoba por Rafael Molina, Lagartijo el Grande, el 5 de octubre de 1879. Las viejas crónicas narran que llego a tomar 24 varas mostrando una bravura que acabó propiciando el perdón de su vida. Ese cruce es el que ha brindado el pelo colorado y ojo de perdiz y los pitones veletos que desde entonces han lucido algunos ejemplares de la mítica vacada.
Hay que volver a 1879 para encontrar otros aportes de sangre ajena a las reatas cabrereñas de la familia. El mismísimo duque de Veragua intercambió un semental con sus amigos Miura, que echaron otro toro vazqueño, castaño y ojinegro, que padreó en un reducido lote de vacas. Más reciente -aunque hablamos de más de un siglo- es el rastro de un semental llamado Banderillero, marcado con el hierro de la marquesa de Tamarón que se echó a las vacas en 1917, posiblemente por influencia de Joselito que había ungido la divisa de Las Lomas -la finca de la familia Mora Figueroa- como emblema del toro bravo del futuro. En ese tiempo se añadió otro toro del Conde de la Corte, de idéntica procedencia. José no andaba descaminado pero la pregunta es… ¿Ha habido otros trasvase de sangre ajenos a la casa? El enigma queda para la historia.
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