La ventana
Luis Carlos Peris
Reventa y colas para la traca final
Contracrónica de la séptima de abono
El plumilla, que ya va echando muescas a la culata, no recordaba nada igual. Sonaba Amparito Roca -cadencia regionalista en la tarde calurosa de abril- subrayando la excepcionalidad de lo que estaba pasando. Manuel Escribano había cruzado el ruedo después de probar el capote con parsimonia y esperaba al animal sin que cesara la música. Vestía un pantalón vaquero de perneras recortadas; se había despojado de la chaquetilla y se había calado la montera... El sexto toro de Victorino Martín tardó en salir pero acabó rompiendo en el engaño -se lo ofrecía de hinojos- que le presentaba el valeroso torero de Gerena.
La corrida había acabado de tomar su sentido definitivo después de quedar desarbolada al primer lance del propio Escribano. El asunto había quedado, provisionalmente, en un extraño mano a mano que pesó de distinta forma en la balanza. No había que ser muy avezado en los secretos del toreo para saber que Roca acabaría siendo medido con lupa, que iba a sentir el fino escalímetro de la Maestranza en una tarde llena de riesgos que afrontaba con escaso reconocimiento previo y que le iba a otorgar muy poco rédito posterior a pesar de su esfuerzo. Ya hemos hablado de ello... el desenlace del famoso veto ejercido sobre su vecino Daniel Luque se había convertido en un boomerang inverso. No hace falta ahondar más en una circunstancia que coloca cuesta arriba la próxima tarde del paladín peruano que, con su tirón taquillero intacto, empieza a sentir el peso de la púrpura.
Otra cosa era el compromiso de Borja Jiménez, irrenunciable con estos victorinos que pidieron el carnet de identidad a todas las cuadrillas pero permitieron al torero de Espartinas presentar sus credenciales en un año crucial para defender su feudo.
A partir de ahí hay que retomar el verdadero hilo argumental de una tarde que se vivió pendiente de la ausencia de Escribano. Las noticias que llegaban de la enfermería no eran preocupantes pero una cosa muy distinta era que el torero renunciara a la anestesia general -no dejaba de llevar una cornada en toda regla- para intentar salir a matar el segundo de su lote. Cuando saltó el quinto ya era una certeza. El héroe estaba dispuesto a salir a matar el sexto.
Qué le vamos a contar, se desataron los sentimientos. Los sombreros derramados por el ruedo eran el certificado de una emoción dramática sin la que no sería posible la fiesta. Los lances se sucedieron en medio de un clamor antes de que, requerido por el público, tomara los palos a los sones de La Concha Flamenca. Escribano, que no podía ocultar los gestos de dolor, dejó dos pares, tomó la muleta y se empleó en un trasteo que se escapa de cualquier componenda técnica. Allí había una entrega sincera que transmitió una intensa emoción a los tendidos repletos. Entró la espada, cayeron las orejas... Escribano y Victorino Martín habían vuelto a escribir un nuevo renglón dentro de una simbiosis gloriosa. Con los farolillos a punto de encenderse se renovaba el alto diapasón de una feria que algunos quieren ver triunfalista.
El propio torero, maltrecho y remendado por los médicos, resumía lo que había pasado: “Tengo que dar gracias a los médicos porque no me han dormido cuando les he insistido en que quería volver a salir. Me han recuperado perfectamente. Por torear en Sevilla merece la pena todo lo que he vivivido;soy el torero más feliz ahora mismo. Esto es lo grande del toreo, reponerse a las circunstancias...”
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