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Humberto Parra: del toro y los pinceles

Parafernalia taurina

El artista limeño, afincado en el Puerto de Santa María, se vistió de seda y oro antes de decantarse por la pintura, una actividad que le ha permitido unir sus dos pasiones

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El pintor peruano junto a su compatriota, el escritor Mario Vargas Llosa. / M.G.

La firma de Humberto Parra forma parte de esa inconfundible parafernalia que rodea las corridas de toros. Su obra está presente desde hace muchos años en las exposiciones de los hoteles taurinos y ha servido de soporte de la cartelería o el billetaje del propio espectáculo con esos trazos inconfundibles de gouache que retratan el riquísimo universo taurino con acento impresionista. El toro y el arte fueron, en realidad, dos caminos paralelos. Pero el pincel acabaría ganando al estaquillador de la muleta cuando, en momentos de ser o no ser, hubo que escoger un camino concreto. Atrás quedaban años de sueños; y no pocas aventuras vitales…

Todo había empezado en su Lima natal, hace ya medio siglo, cuando el futuro pintor soñaba con convertirse en matador. “Siempre había soñado con ser torero, es algo que se despertó en mí sin tener antecedentes taurinos en la familia cuando Puga se hizo con el Escapulario de Oro del Señor de los Milagros… aquello tuvo una repercusión tremenda pero era un mundo desconocido para mí, me inquietaba cuando, de camino al colegio, pasaba por delante de la plaza de Acho”. Fue el comienzo de una vocación que le llevó a frecuentar el coso limeño haciéndose muchas preguntas, familiarizándose con los trastos detorear.

El creador peruano recrea el toreo de capote de Morante de la Puebla. / Humberto Parra

Concluyó el colegio y llegó el momento de escoger una carrera pero unas décimas de punto le dejaron fuera de Medicina dejándole a las puertas de la Escuela de Bellas Artes. “Siempre había dibujado y aunque no me fascinaba lo hacía con cierta soltura; era el descubrimiento de otro mundo, un nuevo lenguaje…” Humberto ya andaba toreando por los pueblos, empezaba a labrarse un nombre en el ambiente taurino peruano, trazando un camino paralelo entre el toro y el arte. Tuvo que salvar algunos escollos académicos, aprobar algún curso a trancas y barrancas sin apenas asistir a las clases pero en el 81 pudo torear la preferia en la plaza de Lima, anunciado con el español Franco Cadena repitiendo al año siguiente con el hermano del anterior, Jesús Franco Cardeño. Para entonces ya pesaba la sordidez de aquel circuito rural –carreteras, polvaredas, ganado duro- en el que andaba sumido y después de tomar la alternativa en Chota en 1982 de manos de Rafael Puga, decidió recoger los bártulos para venirse a España empezando de cero.

El aterrizaje en España se produjo en 1983, con 1.700 pesetas en el bolsillo

El aterrizaje se produjo a comienzos de 1983, buscando el amparo de José María Manzanares con el que tenía abierto algún hilo de comunicación. “Tenía 1.700 pesetas en el bolsillo; me alcanzó para dormir una noche en Madrid y el tren del día siguiente, poco más”, evoca. El maestro alicantino no podía hacerse cargo de él pero las carambolas de la vida lo colocaron en el entorno de su familia emprendiendo un negocio de escasa rentabilidad junto a Pepe Manzanares, el padre del torero, en El Puerto de Santa María. Mientras tanto seguía toreando: llegó a alternar con Manuel Díaz que aún se anunciaba como Manolo y no se había convertido en el nuevo Cordobés. En aquella generación taurina en la que se movió Humberto hay que apuntar los nombres de Carmelo García, Antonio Caba, Abel Oliva, Julián Maestro…

Un picador retratado por lo pinceles de Humberto Parra. / Humberto Parra

Una vez más, con la juventud amortiguada, llegó el momento de tomar una nueva decisión. “Tenía que tomar los palos o buscar otros oficios que tampoco me llenaban pero contaba con otras armas: la pintura”, rememora el creador limeño que, en esa tesitura, sabía que había llegado la hora de colgar el traje de luces. “No estaba dispuesto a ir regalando cuadros a cambio de torear una vaca; a raíz de mi primera exposición hasta empezaron a invitarme al campo pero lo tenía claro, ya no me hacía falta bajar al ruedo pero a los chavales que estaban en la tapia, sí”.

Empezaba, ahora sí, una trayectoria definida, el comienzo de una obra consolidada y difundida que responde a una marcada personalidad. “He preferido que otros hablen de mi obra; el hijo de Florentino Díaz Flores, Pepe, que era galerista, alabó la personalidad de mi pintura y me pidió que no me saliera de esa línea”. Humberto valoró con el tiempo aquel consejo. “Quiero hacer una pintura impresionista, cocinando el color definitivo en la paleta para plasmarlo directamente en el lienzo; eso me permite una soltura que unida al conocimiento taurino tiene un porqué”.

"Quiero hacer una pintura impresionista, cocinando el color definitivo en la paleta"

Una alergia de su ex mujer sentenció la técnica, decantándose por el inodoro guache en detrimento del óleo, de olor más agresivo. “Es un camino personal que, al margen de los conocimientos que vas adquiriendo, te nutre del diálogo con otros artistas plásticos, con toreros, con otras disciplinas artísticas que te van alimentando” señala el pintor afincado en El Puerto que en 2024, después de mostrar su obra en Sevilla durante la Feria de Abril, reducirá las exposiciones. Se encuentra inmerso en una muestra de acento mucho más personal. “En noviembre volveré a Lima, la Andalucía de América; si hay algo que nos une es el lenguaje pero también la arquitectura”. Era el germen de la idea: pintar casas, puentes, arquitectura de ida y vuelta que sirve de nexos entre tierras hermanas. “Belmonte ya se dio cuenta de que el puente del Rímac y el de Triana eran similares, se encontraba como en casa”, evoca el pintor que hará de esa comparativa arquitectónica el hilo argumental de esa próxima exposición en la que, por supuesto, no faltaran temas taurinos.

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