Festival en Pineda: toreando en Lancastershire
La atmósfera geográfica y humana del Real Club Pineda otorgó un ambiente inigualable a este singular festejo taurino que se celebró en un ruedo cubierto por la hierba
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Esplendor en la hierba… traspasar el punto de control del Real Club Pineda adentra al neófito en un ambiente diferenciado que goza de sus propias claves, que obedece a un código interior. La plaza de toros –un inmenso coso portátil con capacidad para 3.000 espectadores- se había instalado en el centro del hipódromo del exclusivo club social sevillano, cerca de las tribunas y junto una inmensa carpa que prometía convertir el festejo en fiesta cuando doblara la última res. El asunto, eso sí, comenzó con cierto retraso y concluyó cerca de las tres del mediodía con el sol apretando, lejos de cualquier bruma inglesa. Y la sed ya apretaba…
El frío matinal había dado paso a un día radiante. Pero el ambiente creado en torno a las bizarras chapas de la portátil podría haber sido retratado por Wodehouse, dibujando tipos humanos, situaciones, conversaciones… Y es que la herencia británica se hace especialmente patente en Pineda: en el aire de sus socios, en la hierba de sus pistas, en la multiplicidad de boxes… Es el mismo césped que se había respetado en el ruedo de la placita otorgando a la lidia el aire de una imposible partida de cricket en la que tenía que salir el toro…
Antes de que sonara el primer pasodoble de la esforzada y breve banda –que también atacó el himno de Andalucía y una minimalista Marcha Real- ya se había cantado victoria. Las largas colas de coches y la marea humana que rodeaba la plaza delataban el lleno posterior. Atrás habían quedado algunas trabas burocráticas, el esfuerzo de la empresa de Luis Garzón, el apoyo del Club de los Aficionados Prácticos, la entrega de la directiva que comanda Rodrigo Molina… Los toros iban a salir al ruedo de Pineda.
Y los que se asomaron por la puerta de chiqueros ofrecieron un comportamiento dispar y un abanico ancho de hechuras. El primero, marcado con el hierro de Espartaco, iba a ser parado por Eduardo Dávila Miura, reconvertido en primer espada por ausencia del maestro de Espartinas, convalenciente de una molesta lesión. Dávila llevaba cosido un brazalete de luto en la manga de su guayabera y lanceó a su enemigo con recio sabor campero rodeado de un sorprendente silencio que recordaba los partidos de Wimblendon. Quitó por tafalleras y comprobó que el animal, siempre blandito, también tenía su punto de nobleza.
Después de cumplimentar al palco preguntó dónde se encontraba Pepe Luis Vázquez, que recibió un largo parlamento que en realidad era la alianza de dos casas amigas: la de los Vázquez y la de los Miura. Eduardo se entregó y metió al animal en la canasta. Toro y torero fluyeron más y mejor por el izquierdo aunque acabó gustándose por el otro lado, con la espada pinchada en la hierba. El pinchazo y la estocada no fueron suficientes pero la vuelta fue más que merecida.
Ficha del Festejo
Ganado: Se lidiaron, por este orden, reses de Espartaco, noble y blando; Talavante, bonito y nobilísimo; Murube, duro y trabajoso; Torrehandilla, complicado; Algarra, deslucido; Lalo Siles, potable.
Actuantes: Dávila Miura, oreja
Alejandro Talavante, dos orejas
Daniel Luque, oreja
Javier Jiménez, oreja
Pablo Aguado, oreja
El novillero Rodrigo Molina, dos oreas
Incidencias: la plaza portátil instalada para la ocasión se llenó en mañana espléndida.
Alejandro Talavante se trajó un novillo de su propia ganadería –no estaba anunciado en el cartel- de bonitas hechuras y comportamiento nobilísimo que le permitió mostrarse en su mejor ser y estar. Era un auténtico dije, brocho y ajustadito de fuerzas, con el que trazó una faena llena de sutilezas que brilló en el toreo al natural, en los remates de pecho, en el mimo de los cambios de mano… El extremeño se hartó de torear y disfrutó de su faena. El estoconazo fue suficiente. Paseó las dos orejas.
Daniel Luque, que tenía que torear por la tarde en Écija, había acudido a las praderas de Pineda en sustitución de Espartaco. Para él fue un toro, el de Murube, que cantaba en sus hechuras acarneradas el histórico hierro con el que había sido marcado. El bicho también era tela de serio, cargado de complicaciones y dio trabajo de sobra al matador de Gerena que se empleó como un auténtico jabato en una faena de impresionante fondo técnico que alió a su renovada ambición. Daniel no cejó en su empeño hasta ganar la pelea. La oreja fue de peso. Cuidado con éste...
También tuvo sus cosas el toro de Torrehandilla que había reseñado Javier Jiménez, que brindaría a Rodrigo Molina, presidente del Club Pineda. Basto, quizá demasiado fuerte para un evento de estas características, sí permitió al mayor de los Jiménez mostrarse firme, capaz y entregado; haciendo las cosas muy bien a un animal descompuesto e informal al que había que llevar siempre muy tapado. Paseó otro trofeo…
Pablo Aguado también iba a pasear la correspondiente oreja del torete de Algarra que había viajado desde La Capitana. Revestido con los clásicos zahones, lanceó al toro con naturalidad y cadencia. El bicho hacía cositas buenas pero al final, ésa es la verdad, estuvo falto de fondo. Pablo se centró, dibujó naturales, se entregó siempre pero la cosa tampoco podía pasar a mayores. Como Dávila y Luque también había brindado a Pepe Luis Vázquez.
El novillero retirado Rodrigo Molina, hijo del presidente del club, iba a ser el encargado de cerrar el largo festejo con un novillote de Lalo Siles que le iba a permitir sacar lo mejor de sí mismo en una faena variada y sentida que brilló por ambas manos. Pegó naturales muy despacio; lo entendió perfecto por el derecho y toreó ligado y con ritmo. Era el fin de fiesta y había que celebrarlo con dos orejas. Fuera ya había empezado el guateque.
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