ESPECIAL MATADORES (IV)
Roca Rey: ¿Estadística o regusto?
Historias Taurinas
Bajo el herrumbroso mercado de la Puerta de la Carne se encuentran los restos del primitivo matadero que acogió la efímera Real Escuela de Tauromaquia impulsada bajo el reinado de Fernando VII. En los cuatro años que estuvo abierta franqueó la puerta a dos figuras fundamentales para el futuro inmediato de la Tauromaquia: el lidiador chiclanero Francisco Montes Paquiro y el diestro sevillano Francisco Arjona Guillén, más conocido como Curro Cúchares. La vinculación del gremio de la carne con el de la gente de coleta, en realidad, era tan antigua como ambas profesiones.
La cofradía, después de una larga postración había logrado poner de nuevo a las imágenes en la calle en la tarde del Miércoles Santo de 1839 con los pasos de la desaparecida corporación del Despedimiento, cuyos titulares aún reciben culto en Santa María la Blanca. Las fechas de la revitalización de la hermandad coinciden con las de mayor apogeo profesional de Curro Cúchares. No es aventurado pensar que el matador se rascaría el bolsillo para costear el culto del Señor de la Salud y la Virgen del Refugio e incluso, tal y como recoge la crónica de la hermandad, sufragó de su propio pecunio el manto y palio negro que estrenó la Virgen del Patrocinio en aquellos años. La cofradía volvería tener todo dispuesto para salir en 1840 pero la lluvia frustró el empeño el Miércoles Santo pero pudo efectuarse el Jueves Santo sin librarse del agua en la vuelta al templo. También aparece documentada la salida de 1841 pero el erudito José Bermejo advierte que la decadencia volvería a hacer mella en la hermandad que sin perder un mínimo hilo de vida interna tendría que esperar, como veremos, hasta 1880 para recuperar un vigor en el que vuelve a cobrar protagonismo el apellido Arjona y el gremio de la coleta.
Cúchares aún era hermano mayor de San Bernardo cuando, en indisimulada decadencia profesional y con algún problema económico, aceptó un contrato para torear en Cuba. Corría el año 1868 -el de la nefasta Gloriosa- y el veterano diestro no pudo culminar sus planes. La enfermedad del vómito negro -la fiebre amarilla- se lo llevó por delante el 4 de diciembre de aquel año. Fue enterrado en La Habana y tuvieron que pasar quince años más para que una sociedad llamada Unión Recreativa abriera una suscripción entre sus socios para costear los gastos de inhumación del cadáver y su traslado a España. Su hijo Currito, también matador de toros de cierta fama y carrera declinante, fue el encargado de recibir aquellos restos en el puerto de Cádiz que arribaron, finalmente, a Sevilla a comienzos de enero de 1885 para ser inhumados a los pies del Cristo que tanto amó.
Bajo la actual imagen del Cristo de la Salud, detrás de la mesa de altar, se oculta la lápida del torero, encargada por su propio hijo. La ubicación definitiva de los restos de Curro Cúchares certifica la devoción que unía a la familia Arjona Guillén al antiguo crucificado de San Bernardo, una imagen del círculo de Pedro Roldán que se perdió en el asalto del templo en la tarde del 18 de julio de 1936. Pero mucho más curiosas que la propia lápida -que no es visible al público- resultan unas inscripciones hechas a mano, aparentemente con un humilde lápiz, que rezan así: “Detrás de esta losa fría/ yace un generoso hombre honrado/ dichoso aquel que fuera llorado/ sin dejar en la tierra un enemigo”. La otra inscripción se limita a certificar la identidad del finado: “Se sepultaron los restos de Francisco Arjona Guillén/ 10 de Enero de 1885”.
La ubicación de los restos de Cúchares en tan privilegiado lugar iba a coincidir con la nueva revitalización de la hermandad de San Bernardo. ¿Tuvo que ver algo el diestro Currito en esa resurrección? Seguramente. Bermejo marca el año 1880 como punto de partida de esta nueva era. No es de extrañar que ese mismo año, el día de San Antonio, se organizara una novillada benéfica “para un objeto piadoso”. Se anunciaron Jaqueta, Cuatro Dedos y El Panadero para despachar una encierro de Dolores Monge, la viuda de Murube. No se cita expresamente a la corporación de San Bernardo pero el cartel sí advierte que los banderilleros, que componen las cuadrillas de los célebres diestros Antonio Carmona El Gordito y José Campos Cara-ancha "se han prestado gustosos a trabajar sin interés alguno en obsequio a la Hermandad".
Casualidad o no, al año siguiente tenemos a la cofradía San Bernardo de nuevo en la calle. Lo hizo el Jueves Santo de 1881 con los nazarenos revestidos de túnicas negras. Todo era de estreno, incluyendo el paso neogótico de José de la Peña que precedió a las actuales andas -estrenadas en 1925- que se salvaron del triste naufragio de 1936. La cofradía seguiría saliendo hasta 1885. Pero en este lustro feliz volvemos a toparnos con un dato revelador que refuerza los nexos de los hermanos de San Bernardo con el gremio taurino. En otoño de 1883 se vuelve a celebrar una corrida de toros a beneficio de la corporación. El cartel es de campanillas: el cartel anuncia a Lagartijo, Frascuelo -que sería sustituido finalmente por Valentín Martín- y, atención, el propio Currito. Los toros pertenecían a la divisa de don Felipe Laffita. Un conocido cronista de la época que firmaba como Fígaro reclamaba a la hermandad que destinara los fondos obtenidos con dicho festejo a sufragar un mausoleo para Curro Cúchares: “Queridos cofrades: vosotros que habéis nacido, vivido y conocido los filantrópicos sentimientos del célebre torero Francisco Arjona Guillen (Cuchares), ¿por qué no destináis parte del producto de la corrida de toros que celebráis para vuestra cofradía, al elevado pensamiento iniciado por El Fígaro, y secundado por la prensa de Madrid, de erigirle un mausoleo donde descansen sus cenizas el día que, procedentes de la Habana, lleguen a Sevilla?”. Ni que decir tiene que el mausoleo propuesto quedó en agua de borrajas. A Cúchares le esperaba algo mejor...
Es importante recalcar el papel jugado por Francisco Arjona Reyes, Currito, que también llegaría a ser hermano mayor de la cofradía de San Bernardo en esos años cruciales participando decididamente en la revitalización de la hermandad junto al párroco Antonio de la Peña propiciando esa salida de 1881. No acabó ahí su influencia. Una hermana de Currito, hija de Cúchares, casó con el célebre diestro Antonio Sánchez El Tato, hermano también de la popular cofradía del Miércoles Santo que sufragó el manto conocido por “el de las manzanas”, que habían bordado las hermanas Cuadra en 1884. Ese manto, después de ser modificado en los talleres de Requena y Olmo sería vendido en 1927 a la hermandad jerezana del Mayor Dolor. Pero merece la pena, aunque sea a vuelapluma, recordar la historia taurina de El Tato, otro diestro decimonónico perseguido por el infortunio que perdió una pierna toreando en Madrid el 7 de junio de 1869. Aquel miembro amputado y metido en formol quedó expuesto en el escaparate de una botica de la Corte pero desapareció definitivamente con el incendio que calcinó por completo el establecimiento sólo un mes después del percance.
No conviene perder el hilo cronológico. Después de ese lustro de esplendor, la cofradía viviría un nuevo bache del que no tardaría en salir. En 1893 recuperó sus salidas en Semana Santa después de siete años sin echarse a la calle. Ya no dejaría de hacerlo hasta los convulsos años de la II República y la Guerra Civil. Retirado de los ruedos, Currito falleció en Sevilla el 16 de marzo de 1907. En pocos años, su cofradía iba a experimentar una auténtica revolución estética y patrimonial que, a pesar de los pesares, ha llegado hasta nuestros días. Los vínculos taurinos de la cofradía permanecieron, ramificados en todas las dinastías taurinas del barrio de San Bernardo. Podemos destacar el papel de otro torero de cierta fama, José Claro Pepete, que desempeñó el oficio de mayordomo en la nómina de la Junta de Gobierno y murió en Murcia -cogido por un toro de Fernando Parladé- sustituyendo a Bombita en 1910.
Nos interesa el nexo con otra familia con un pie en las tablas de la carne y otro en el albero que, en pocos años, iba a trenzar un importante nudo en el hilo del toreo sevillano. Pepe Luis Vázquez nació en 1922 y era hijo de Pepe Vázquez Roldán, capataz de matarifes del matadero -mudado al Cerro del Águila desde 1916- y novillero en su juventud. El futuro Sócrates de San Bernardo creció en la calle Campamento y conoció en su altar al antiguo Crucificado de la Salud. El frente había permanecido lejos de Sevilla durante casi toda la contienda. La guerra -intensa, cruel y breve- se había reducido a la sangrienta toma de posiciones de los primeros días del alzamiento, que se saldó con el control absoluto por parte del general Queipo de Llano después de machacar sin demasiadas contemplaciones los conatos revolucionarios que partieron en dos la ciudad dejando un trágico reguero de fuego y sangre.
La evolución del mapa bélico se seguía por periódicos y radios y algunos de los llamados a filas no regresaban... Es en ese ambiente agridulce en el que da sus primeros pasos el jovencísimo aspirante a torero de un barrio que había perdido al Cristo al que habían rezado hasta entonces todos los vecinos del arrabal. Su hermandad, inasequible al desaliento, consiguió poner la cofradía en la calle en 1938 con otra imagen procedente de la Escuela de Cristo. Pero en 1937 no habían salido nazarenos de San Bernardo a las calles. Ese año sí hay que consignar una fecha que marcaría el futuro inmediato del frondoso árbol del toreo sevillano. Corría el mes de mayo y había que probar al hijo de Pepe Vázquez. Su gente se las apañó para que estoqueara a puerta cerrada dos becerrones de Miura y Guadalest en la mismísima plaza de la Maestranza. Pepe Luis, que vistió una guayabera blanca, demostró estar a la altura de las circunstancias ante el puñado de privilegiados que presenciaron aquel breve festejo iniciático. Tres años después llegaría su alternativa, el día de la Virgen de los Reyes, en el mismo escenario.
Pepe Luis nunca perdió sus raíces ni renegó de su identidad de barrio. Había sido sacado de pila junto a la vieja imagen pero su devoción reverdeció en el nuevo crucificado de Andrés Cansino -cedido definitivamente a la hermandad por el cardenal Pedro Segura- y no se interrumpió con el tiempo. El gran diestro sevillano vistió la túnica de la cofradía del Miércoles Santo hasta que se lo permitieron las fuerzas. Su hermano Manolo, otra rama noble de este tronco ancho, llegó a portar la vara dorada de la cofradía entre 1962 y 1966 y regaló el vestido de su alternativa para una saya. Pepe Luis no faltó a su cita en el Puente de los Bomberos más tiempo del que le dejó su maltrecha vista. La muerte le esperó hasta los 91 años, rodeado del cariño de los suyos y de toda una ciudad que lo inmortalizó en esa estatua de bronce fundida por Alberto Germán Franco que lo recuerda desde 2003 en el paseo de Colón, frente a la plaza de la Real Maestranza.
El maestro murió en vísperas de un Lunes de Pentecostés. La virgen del Rocío aún cruzaba las calles de la aldea almonteña mientras se velaba su cuerpo en el apeadero del Ayuntamiento. Los hombres del toro, y toda la ciudad, lo despidieron en la parroquia de San Bernardo, abrigado con el paño de difuntos de la antigua Sacramental y alumbrado por cuatro inmensos hachones. Pocos sabían entonces que Pepe Luis, el llamado Sócrates de San Bernardo, había pedido en vida descansar para siempre a los pies del Cristo que tanto amó. Aún no se ha podido cumplir su deseo.
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