La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Crítica
A falta de pintores de cámara (y, recordemos, así empieza The Queen), Peter Morgan se erige en el retratista real para dejar para la posteridad la historia narrada de la casa británica en The Crown. La serie de Netflix ha llegado a su temporada y al meollo más jugoso: Lady Di ante sí misma y ante el abismo, desorientada, asedidada y aferrada a los clavos ardiendo del barranco, un Dodi manipulado por su intrigante padre. Víctimas todos ellos de su situación. Incluso un príncipe Carlos deseando pasar sus propias páginas ante unos padres que van a dejar huérfanos a todos.
El principio del fin de The Crown, cuatro capítulos cortitos que saben a poco, es un cuadro de palacio, una pintura horizontal captada por dos fotógrafos. Un paparazzi chulillo que navega por el Mediterráneo y el triste fotoperiodista escocés enamorado de la venerable reina anciana. La ficción de Morgan llega a sus episodios más mollares, sabemos de sobra, vía The Queen, las interioridades de la familia, y se deja guiar por el melancólico fondo de la princesa triste, de la princesita muerta. The Crown siempre se creció más en las intrigas de la alta política y en el navajeo sofisticado que en el melodrama personal. La serie nos lleva de la mano por esos personajes que aparecían en las quinta temporada como Al-Fayed, que pasa de ser un tipo ambicioso insatisfecho a una sanguijuela de sí mismo. Y Carlos es un engreído enamorado y que sólo él ve en su amada Camilla las presuntas virtudes y atractivos que no contempla nadie.
Los cuatro capítulos dejan con ganas de más. Hay que esperar a diciembre, con los niños ya mayores en un cierre algo forzado por la propia historia real. Para encontrar los mejores episodios hay que buscar en los años donde Olivia Colman era la reina (tercera y cuarta temporada), con su enfoque expresionista frente a las siniestras estampas prerrafaelitas de la acorralada Diana.
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