La enfermedad mental en 'The Crown'
Nueva temporada
Los trastornos psíquicos marcan la cuarta temporada de la serie de Netlix, a la que se suma la desdichada Diana y la obsesa con el trabajo de Thatcher
(En este texto de análisis hay spoilers de la cuarta temporada de The Crown).
Peter Morgan ha dotado a lo largo de estas temporadas de una mirada propia que convierte a su criatura en mucho más que una crónica histórica o una ficción documental.
Si en otras temporadas el eje general de The Crown habían sido la supervivencia, las traiciones o la angustia de la responsabilidad, la cuarta temporada estrenada hace una semana en Netflix se convierte en una nueva panorámica del poder desde el sufrimiento por tantos trastornos mentales que ya se encontraban en abocetados en otras décadas.
La clave de esta temporada se encuentra en la séptima entrega donde la inestable princesa Margarita, para quien la vida pública es una necesidad vital para sobrevivir y olvidar así sus frustraciones de segundona y persona intratable, es informada de la existencia de dos primas segundas que fueron abandonadas en un centro psiquiátrico.
La sorpresa en Buckingham de que estuvieran vivas esas dos jóvenes dadas por muertas años atrás (una de ellas incluso falleció en 2014) se une a la del sobrecogimiento del propio espectador. La existencia y ocultación de Katherine y Nerissa Bowes-Lyon, sobrinas de la reina madre, revela el tratamiento dado a los enfermos mentales y discapacitados durante siglos, más allá de la condición social de las familias.
La viuda de Jorge VI lo justifica como una vergüenza pública para la Casa Real. El reconocimiento de esas dos enfermas conllevaría la aceptación de los trastornos mentales en el palacio y un escándalo en el pueblo, del que se desconfía por antonomasia. La reacción no dista mucho de otras familias de esas épocas.
Y no hacía falta que supiéramos de la existencia de esas dos infortunadas mujeres ‘archivadas’ (dadas por muerta en los gothas) para darnos cuenta de que al margen de las herencias genéticas la endogamia palaciega, vivir siempre tan alejados de la gente (el televisor, como se confirma en cada capítulo, es el único cordón umbilical real de los Windsor con su pueblo), es perjudicial para la salud mental. El cariño auténtico está ausente.
Los miembros de la casa real se debaten entre la perpetua desconfianza hacia los demás y un instinto de supervivencia de carácter deletéreo que lleva a someter al otro e incluso a destruirlo. Hay tipos aceptablemente sanos, como el benjamín Eduardo, al que todo le resbala como única forma de aguantar y sacar así ventaja de su posición.
El cínico Felipe de Edimburgo, un villano casi involuntario que ahonda en su egoísmo, condescendencia gloriosa y personalidad impertinente, se reconoce en su descendiente más amargada y criticona, Ana; y la reina, que en pos de su responsabilidad se ha quitado cualquier cáscara de sentimientos que le queden por la piel, opta por la ruidosa apariencia de Andrés frente a la insufrible debilidad del primogénito, falto de aprecio desde la cuna y admirador de sus parientes más esnobistas.
La última llegada en esos capítulos, otra desdichada como Lady Di, acaba de inmediato arrastrada por las angustias de la jaula elitista. Diana fue engullida por los menosprecios de todos en un lugar donde estaba literalmente abandonada desde el primer momento. Las estancias entre unos funcionarios fríos y una familia política que no puede llamarse familia, la condujeron al trastorno perpetuo. Que su cobarde marido se casara por conveniencia personal cuando estaba ocupado en otros menesteres es casi lo de menos.
Peter Morgan no juega a la descripción fácil ni recurre a la estampa. Si se limitara a convertir en movimiento las fotos que salían en el ¡Hola! le saldría un vulgar telefilme y The Crown siempre ha huido, y nunca ha caído en la tentación, de ser una historia de las cuatro de la tarde. Si Morgan viera la gaceta que Amazon Prime ha estrenado sobre la princesa Leonor saldría corriendo.
Confictos
El Reino Unido también está enfermo socialmente en esos años
Margarita, que desde la primera temporada sabíamos de su personalidad mutilada y aparente, termina siendo la más consciente del espíritu de autodestrucción que tiene la corona. Otro enfermo mental, un intruso (Michael Fagan, quien desde su anonimato lo habrá contado todo), es quien incluso se atreve a romper las barreras de seguridad para plantarse ante la reina, tomarle su cepillo de dientes, observa el lujoso cutrerío de su guarida, y advertirle de la amenaza de destrucción que vive su país.
El Reino Unido también está enfermo socialmente en esos años (70, 80), pero siempre veíamos imágenes idílicas de la superioridad británica. Como también creíamos que Carlos y Diana vivían un cuento de hadas. Era la apariencia que escondían sus debilidades y vergüenzas, como se escondían a las primas del psiquiátrico.
Margaret Thatcher, workahólica, obsesa con el trabajo y con los recortes de los gastos ajenos (parece en realidad fascinada con el sacrificio colectivo, con un masoquismo protestante insano), es la más sorprendida con el comportamiento endiabladamente banal de los Windsor en la intimidad, en el rústico castillo de Balmoral, donde se reúnen borrachuzos tras pegar tiros a a la fauna. Son enfermos de superficialidad, orgullosos de serlo. Y tenemos a una primera ministra que oculta su pasado gris para disfrazarse de arrogancia, lo que cree observar en su hijo como virtud. Thatcher podría ser la mejor amiga de Miren en Patria.
The Crown es fastuosa en sus escenas de multitudes, en las exhibiciones militares, como la del prólogo del capítulo inicial, ambiciosa en escenarios y vestuarios, pero es pura apariencia. Peter Morgan nos cuenta el meollo en los apartes, en las estancias íntimas, en los salones privados, en los dormitorios y en los trasteros. Ahí es donde la superproducción de Netflix se crece, para retratarnos a este sanatorio de enfermos que se llama realeza.
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