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Tras el lamento, una proclama: "¡Es argentino, es argentino!"

Decenas de miles de fieles congregados en la plaza de San Pedro, en su mayor parte italianos, acogieron al nuevo Papa con la frialdad de la noche

Miles de personas se congregan en la plaza de San Pedro para escuchar las primeras palabras del papa Francisco I.
Carlos Navarro Antolín / Enviado Especial A Roma

14 de marzo 2013 - 05:03

La plaza de San Pedro, símbolo urbano del orbe católico, se llenó a la carrera. Los romanos tienen escuela en esto, es indudable. Saben que entre la fumata blanca y la salida del protodiácono hay entre 45 y 60 minutos. Y así fue. Da tiempo a llegar desde cualquier punto de la ciudad. Al Papa que vino del fin del mundo parecía recibirle una lluvia a modo de microclima, de aspersores de terraza de verano de bar andaluz. No molestaba, pero no dejada de dar la lata. Ni era para abrir el paraguas, ni para tenerlo cerrado. Un sinsentido. El público local se saltó las vallas y accedió hasta casi la escalinata de la basílica, zona prohibida desde que empezó el cónclave. La gendarmería vaticana daba voces, virulentas voces, tratando de forzar al gentío a dirigirse al fondo de la plaza. Inútil. Mayores y niños, religiosos y laicos, cámaras y redactores saltaban los obstáculos para coger sitio. Y lo hacían en la misma cara de una Policía que ha trabajado con celo todos estos días. Pero ayer no era cuestión de dar un número. La vallitis del Vaticano dio una tregua. O la gente se la tomó.

La espera fue fría, muy fría. Tanto como el anuncio del cardenal protodiácono francés. ¡Se echó de menos la solemnidad del chileno que anunció la salida de Ratzinger! Jorge Medina le dio a aquel momento una emoción que ayer se echó muy en falta. Para colmo, a los romanos les salió -sí, así fue- una expresión de decepción de concursante de televisión que pierde el premio cuando oyó el nombre del elegido. Se oyó perfectamente entre los que allí estábamos con el frío calando en los huesos: ¡Ooooooooooooooh!" Al poco, una ovación primera de cumplido y preguntas en voz baja: "¿Quién ha dicho que es?" "Ha dicho un nombre compuesto, ¿no?" Pasan unos segundos. Un cura alto, barbudo y con el paraguas cerrado exclama: "¡¡¡Es argentino, es argentino!!!" Pero lo dejan en la soledad de sus proclamas. Ha sido una decepción. Los romanos están cariacontecidos y el resto desorientado. Minutos antes había habido gritos a favor de Scola. A los italianos les hacía ilusión un Papa paisano. Mucha.

El protodiácono se marchó. La llovizna también. Y hubo que aguardar otros diez minutos. Más frío. En el mercurio y en el ambiente. Las religiosas apretaban los rosarios en las manos entrelazadas, los curas viejos miraban hacia abajo, los jóvenes llamaban por el móvil. Pero todo con el tono bajo. ¡Increíble! Acaban de dar el nombre del nuevo Papa, faltan pocos minutos para que salga por el balcón y el ambiente es de frialdad. Una religiosa admite que en 2005 no ovacionó la salida de Ratzinger: "No había nada que aplaudir". Y acto seguido rectifica: "Después ha sido un Papa muy bueno con las mujeres". El público romano se las gasta a base de bien.

El Papa aparece por fin por el balcón. Callado, casi hierático, sin la estola encarnada bordada en oro. Más blanco en su aparición que ninguno de los vistos en los vídeos de Youtube de estos días. Un Papa albo. Muy albo. Se queda algo hierático, con la expresión de quien está desbordado por los acontecimientos. Lógico. Es de estatura baja, le han colocado en un pedestal. "Se parece a Pío XII, el Papa de mi niñez". "Tiene cara de Papa". Empiezan los mensajes cálidos, se secan los adoquines. Aparecen las banderas. Las hay de Estados Unidos, España, Cuba, China, Rumania... Y hasta una de Asturias. Se oyen unos tímidos "¡Francesco, Francesco!" que no son secundados. Y unos levísimos "¡Ésta es la juventud del Papa!" Coletazos de los años de masas de Juan Pablo II que, como las golondrinas, parece que no volverán. Las cintas de audio no recogerán nunca ese silencio, ese lamento inicial, espontáneo y sincero de cientos, de miles de los presentes. Pero lo hubo. Un "ooooooooooh" de público taurino cuando el torero es desarmado, de tristeza infantil por un regalo menor del esperado, de decepción sostenida que se quiere disimular pero no se puede.

Tal vez esa frialdad era el efecto lógico tras unos días en los que ha quedado demostrado que en Roma ha habido mucha vida más allá del cónclave. En la vida cotidiana de la urbe no se ha percibido la celebración de la ceremonia del hermetismo y el misterio por excelencia, salvo por las portadas de los periódicos que se han exhibido en los quioscos. Muy poco más. Ni lejos de la plaza de San Pedro, ni cerca. No ha habido banderolas ni otros símbolos que hagan alusión al proceso de elección del papa número 266 de la Iglesia. Ha sido revelador. Se podía echar gasoil en una estación de servicio desde la que se ve asomarse la cúpula de San Pedro y no apreciar ninguna señal que vislumbrara que dentro había 115 cardenales de 50 nacionalidades distintas encerrados en la Capilla Sixtina. O tomar el capuchino de media mañana sin mayor novedad viendo la ventana por la que se asoman los papas cada domingo y con la compañía de trabajadores del Vaticano en sus minutos de asueto, que en todos los trabajos se echa un pitillo. Pura vida cotidiana. O se estaba en la Plaza de San Pedro y en la Vía de la Conziliazzione, o este cónclave perdía cobertura. Quizás Roma es demasiada grande y este cónclave sin papa muerto y con lluvia se ha quedado para la curia... y los 5.600 periodistas, una suerte de endogamia bicéfala. Y, para colmo, un argentino no ha levantado el ánimo local, al menos de entrada. El caso es que ha habido coincidencia en una sensación extraña en el ambiente, desangelada con un remate gélido. Esta vez no ha habido gente durmiendo por las calles, no se han fletado aviones especiales. Aquí se ha achacado la carencia de expectación a que entonces murió un Papa de enorme carisma. "Esto ha sido un cementerio comparado con lo que vivimos entonces, no hay color", comentaba un periodista español que ha estado en los dos cónclaves. Y en los bares y restaurantes de los alrededores del Vaticano no ha habido problemas de sitio en ningún momento.

Para la anécdota, la gaviota que se posó durante muchos minutos sobre la chimenea más observada del mundo. Pudo ser una paloma, símbolo del espíritu santo invocado por los latines cantados de los cardenales. Pero no, fue una gaviota. ¡Ooooooooooooooooooh! La emoción duró una hora. Hasta el protodiacono pareció estar... fuera de cobertura. No parecía un protodiacono. Ni la gaviota parecía una paloma.¡Ooooooooooooooh!

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