Se abre, ahora sí, un nuevo camino
Desde luego, los caminos de Dios son inescrutables. Ése fue mi primer pensamiento cuando la Iglesia anunció la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio, ya Francisco I. A pesar de que parece que fue la contrapropuesta reformista a la vía ortodoxa que representaba el cardenal Ratzinger en el cónclave de 2005, no parecía contar con muchas opciones ahora. Su edad avanzada, además, más bien representaba otro obstáculo para quien ha de desarrollar tan ingente tarea y suceder al cesante Benedicto XVI.
Pero la Iglesia, como ya sucediera con el nombramiento de Juan XXIII o incluso con el de Juan Pablo II, nos ha vuelto a sorprender. Se abre, ahora sí, un nuevo camino. Y para ello, qué mejor conductor que una persona sencilla, alejada del poder, y además cercano a esa gran parte del catolicismo que representa América del Sur. Toda una apuesta de renovación para una Iglesia necesitada de nuevos aires.
A todos los méritos anteriores, se le une su condición de Jesuita. Parecía imposible que un discípulo de San Ignacio llegara a ocupar la silla de Pedro. En el último siglo, el devenir de la Compañía ha virado más a la evangelización, con especial atención a los más necesitados. Que uno de los suyos ocupe la máxima autoridad de la Iglesia no es un solo un orgullo para ellos, sino también para la Iglesia misma.
En esta hora alegre, no he podido olvidarme de tantos miembros de la Compañía que tanto le han ofrecido y ofrecen diariamente a la sociedad, tanto a nivel particular (Huelin, Alcalá, Rodríguez Izquierdo…) como a nivel general. Mi recuerdo especial para el padre Arrupe, general de la Compañía en los años procelosos del posconcilio y, por supuesto, al cardenal Martini, al que muchos quisimos ver en este mismo lugar hace ocho años y que, no me cabe la menor duda, estará muy presente en esta nueva y esperanzadora etapa de la Iglesia.
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