La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
LA renuncia en vida del papa Benedicto XVI causó emoción y estupor en el mundo, por la condición del dimisionario, por lo insólito del acontecimiento y por el estricto secreto en que ha logrado mantener la decisión hasta anunciarla él mismo. El antiguo cardenal Joseph Ratzinger no se ha sentido con fuerzas para seguir ejerciendo el ministerio que le encomendaron los cardenales de la Iglesia católica hace casi ocho años y tampoco ha querido emular a su predecesor, Juan Pablo II, que arrastró su débil estado de salud hasta el final cumpliendo una tradición secular según la cual los papas mueren siéndolo. Esta tradición que acaba de romper Benedicto XVI -a fecha fija: renunciará el 28 de febrero a las ocho de la tarde- sólo ha sido incumplida en contadas ocasiones, remontándose la última a casi seiscientos años. La renuncia y los motivos alegados para presentarla enaltecen la figura del Pontífice católico, que ha dado ejemplo de desapego al poder y sentido de la responsabilidad y amor a la Iglesia, a la que no ha querido perjudicar resistiendo como jefe espiritual cansado y debilitado. Su ejemplaridad contrasta precisamente con los hábitos del mundo político, en el que a muchos les cuesta desprenderse de los oropeles y el poder aun a costa de dañar el interés colectivo que representan. Algunas voces señalan, no obstante, que la marcha del Papa supone en cierto modo el reconocimiento de su fracaso en la apuesta por modernizar y poner al día a una Iglesia muy marcada en sentido conservador por el prolongado mandato de Juan Pablo II, al que él contribuyó expresamente como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y guardián de la ortodoxia. Durante sus ocho años de supremo magisterio, Benedicto XVI ha realizado serios esfuerzos para afrontar con energía el grave problema de los abusos a menores, procediendo a impulsar una legislación canónica represiva de estas conductas y a separar del seno de la Iglesia a personajes que habían sido protegidos por el Papa anterior y contado con la connivencia de la Curia romana. El cónclave para la elección del nuevo Papa, en el que los cardenales habrán de pronunciarse por mayoría cualificada durante el mes de marzo, probablemente antes de la Pascua de Resurrección, habrá de optar tanto por la continuidad o no de esta política de modernización de las estructuras eclesiásticas, así como decantarse por la fijación del nuevo papel de la Iglesia en el mundo secularizado de hoy y las relaciones con otras confesiones religiosas. Del debate en el cónclave sobre estos asuntos y de los juegos de poder entre los distintos sectores cardenalicios saldrá la identidad del próximo Papa. El Papa del siglo XXI.
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