La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lección de Manu Sánchez
El Sevilla salió con la cabeza bien alta del Puskás Arena de Budapest, seguramente el 90 por ciento de sus seguidores se sentirían orgullosos del esfuerzo de sus futbolistas para pelear durante 120 minutos contra el coloso Bayern Múnich. Sin oírlas, las loas de los integrantes del cuadro bávaro serían encendidas hacia el espíritu sevillista, pero todo esto no vale absolutamente de nada, el cuadro de Julen Lopetegui cayó derrotado y en el palmarés de esta Supercopa figurara ya para siempre el cuadro muniqués como el campeón de la edición de 2020.
El orgullo cotiza cero en el fútbol y en el resto de los deportes, es un sentimiento al que suelen apelar los perdedores y el Sevilla, en este siglo, ha demostrado que es un ganador empedernido. No vale, pues, acudir a otros argumentos cuando el marcador indica una derrota en una de las finales, la quinta consecutiva que deja escapar en esta Supercopa que enfrenta al ganador de la Liga de Campeones con el vencedor de la Liga Europa.
Valga esta declaración de principios para dejar claros con prontitud los sentimientos de todos esos sevillistas que se declaran profundamente ganadores y exigentes con los suyos. Hubiera bastado con que En-Nesyri tuviera más pericia cuando se le presentó la gran oportunidad para decantar la balanza a su favor para que hubiera sido el Sevilla el que hubiera acabado con la sonrisa de oreja a oreja y con el gigante tumbado en el otro rincón del campo.
Pero, amigo, la vida es así de dura y el marroquí no tuvo la calidad suficiente para aprovechar semejante circunstancia. Era el minuto 87, Jesús Navas lo había dejado solo delante de Neuer con un mundo para pensar en qué solución adoptaba, prácticamente sin que ningún defensa tuviera tiempo para hostigarlo siquiera. Lo más fácil era colocar el balón en las redes y el delantero sevillista le facilitó el paradón al mejor portero del mundo con un disparo muy centrado cuando tenía los dos rincones de los tres palos para él.
Fin al sueño sevillista, a esa posibilidad que figura en el estado onírico de todos los que han jugado al fútbol o simplemente lo siguen desde las gradas o desde los televisores. "Alguna clara vamos a tener", se suele argumentar entonces y más diáfana de la que se le presentó a En-Nesyri será complicado que pueda aparecer justo cuando ya no había tiempo casi para nada más. Pero así de dura es la vida, el disparo del delantero sevillista pasará a la historia como una de esas oportunidades que jamás se pueden malograr.
Y llegados a ese punto de haber situado el desenlace de la final en la justa diferencia entre campeones y perdedores, debe arrancar el análisis del desarrollo del juego, que eso es bien diferente, porque en eso los sevillistas sí pueden sentirse orgullosos por haber sido capaces de equilibrar la balanza ante un adversario que se precia de meterle ocho a muchos de los que se les cruzan por el camino, incluido el Barcelona de Leo Messi y compañía.
El Sevilla jamás se sintió inferior al Bayern sobre el césped del Puskás Arena húngaro y peleó con hombría por sacar partido de sus habilidades frente a una escuadra que a día de hoy parece inaccesible por su capacidad para generar fútbol en el borde del área adversaria a una velocidad de vértigo y con una profundidad tremendamente precisa, que es lo verdaderamente meritorio.
Lopetegui, en la primera comparecencia oficial de los suyos, apeló a un espíritu de continuidad total respecto al final del curso anterior. Ningún cambio que no fuera obligatorio en el once inicial. Como Banega y Reguilón ya se entrenan en Arabia Saudita e Inglaterra, tampoco era cuestión de arrancar con nueve futbolistas, así que el recién llegado Rakitic y el capitán Escudero al césped. Ambos tuvieron un rendimiento mucho menor a los que se marcharon, pero tampoco es justo elevar las cosas a juicios sumarísimos tan temprano.
El Sevilla partió con la misma idea, pues, salió valiente y fue capaz de meterle el susto en el cuerpo al Bayern a través de un penalti de Alaba a Rakitic que fue transformado con una tranquilidad pasmosa por Ocampos. El cuadro nervionense había sido capaz, incluso, de ponerse por delante en el marcador, aunque restaba tanto tiempo por delante que nadie quiso sentirse ganador en aquel instante. Paradójicamente, era la misma situación, aunque al revés, que los sevillistas padecieron en cuartos de final, semifinales y la final de la Liga Europa.
Desde ese instante el Bayern dio el paso adelante para apretar de lo lindo. La línea que estaba por detrás de Lewandowski, con Gnabry, Thomas Müller, Sané y las incorporaciones de Goretzka se convertía en un verdadero martirio para los hombres que vestían de blanco. Una y otra vez llegaban con superioridad numérica ante la desesperación de un Joan Jordán, el mejor, que reclamaba el apoyo de sus compañeros, de Rakitic y de cualquiera de los que estaban en posiciones más avanzadas.
Milagroso fue que el cero a uno se prolongara mucho en el tiempo, sobre todo en una llegada de Lewandowski que salvó Bono hasta que el polaco demostró por qué es el mejor delantero centro del mundo, además de por rematar. Le dejó un balón atrás a Goretzka y éste igualó con clase.
Pero ni siquiera ahí el Sevilla se descompuso, fue capaz de aguantar el tirón y de plantear un pulso de tú a tú tras el intermedio. Ahí apareció una versión de la escuadra de Lopetegui digna de un encendido elogio, incluso mejoró con Óliver Torres por Rakitic y con En-Nesyri arriba. La ocasión tenía que llegar y fue increíble que no fuera aprovechada en el minuto 87. Incluso en el arranque de la prórroga hubo otras dos más, una con remate al palo de En-Nesyri.
Pero esto es así y el esfuerzo sólo iba a servir para recibir los elogios de todo el mundo por haberle plantado cara al gigante. Que eso es suficiente para algunos, incluso para la mayoría, pues muy bien, pero para siempre quedará que el Bayern fue el campeón y que el Sevilla desaprovechó su gran ocasión de levantar su segunda Supercopa. Otro año será y mientras más veces la juegue mejor, será una buenísima señal...
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