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Nadie en el mundo más afortunado que Víctor Orta

Sueños esféricos

Explicar cómo llegó ahí el director deportivo es explicar lo de aquel alemán que llegó en avioneta al Kremlin

Jesús Navas ingresa en el Bernabéu para jugar su último partido como profesional. / Juanjo Martín (Efe)

23 de diciembre 2024 - 06:10

EXPLICAR cómo Víctor Orta ha llegado a director deportivo de un club de la dimensión internacional del Sevilla es como explicar cómo un alemán de 19 años, en 1987, fue capaz de burlar a las fuerzas aéreas soviéticas para aterrizar su avioneta en la Plaza Roja de Moscú. Cualquier sevillista, al ver el desempeño de su equipo en el Santiago Bernabéu mientras el partido fue tal, esto es, hasta el descanso, adoptaría el mismo semblante estupefacto, cuando no iracundo, que debieron adoptar los acartonados dirigentes del Soviet Supremo hace 37 años.

Por lo visto, en Ikea tienen a un empleado al que le pagan por buscar localidades suecas con las que bautizar las creaciones de la multinacional del mueble. Ni siquiera ese profesional tiene la fortuna que ha tenido Orta en su vida a la hora de encontrar trabajo: viajar por Suecia en estos meses te debe entumecer el cuerpo por mucho confort que tengan los transportes y los hoteles, que los tendrán.

Para confort, el del Real Madrid ayer. Ni la cuarta de sus seis velocidades metió el campeonísimo. Del pasillo de los de rojo por la Intercontinental, al pasillo de los anfitriones a Jesús Navas. Y del pasillo de los denominados merengues al tercero y definitivo de los sevillistas en los 97 minutos que duró la... ¿contienda?

Iba el partido 2-0 ya para el Madrid, minuto 20, y dos jugadores del simulacro de centro del campo que alineó García Pimienta –el catalán tampoco afina para exprimir ese limón casi seco que le ha puesto Orta– no habían tocado la pelota, Agoumé y Juanlu.

Orta no ficha jugadores. Ficha agujeros. Difícil abrir más agujeros que los abiertos por los medios de rojo en la zona anchísima del Bernabéu. Difícil que un portero tape menos agujeros que Ferlló: no hizo falta ajustar a los palos. Si Orta trabaja para aquel Soviet del 87 y hace una operación tan fallida como la de Agoumé, acaba en un pueblo de Siberia aún más gélido que los del Ikea.

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