Diez años sin Cózar, una década con Fito
calle rioja
Pisco Lira: “Estamos vivos mientras sigamos vivos en la memoria de los demás”
Espadas como labios. En el cuadragésimo aniversario de la muerte de Vicente Aleixandre, que en nombre de todos los poetas del 27 se fue a Estocolmo el invierno de 1977 a recoger el premio Nobel de Literatura, el mismo año que el Betis ganaba la primera Copa del Rey, los versos del poeta sevillano de Velintonia, madrileño de Yanduri, vienen que ni pintados para trazar la exagerada vida, hasta en su muerte, de Rafael de Cózar Sievert (1951-2014). Murió el mismo año que García Márquez, pero no le tocaba. El mismo año que Adolfo Suárez, el político abulense (ahora se llevan abúlicos) que convocó y ganó las elecciones del año del Nobel de Aleixandre. El mismo año que Alfredo Di Stéfano, la Saeta Rubia, “hay rubias y rubias”, decía Philip Marlowe. El mismo año que la duquesa de Alba, doña Cayetana, pareja mediática de su admirado y querido Carlos Edmundo de Ory cuando fueron coronados por la Junta como hijos Adoptivo y Predilecto de Andalucía. Sólo se muere una vez, pero se viven muchas. Y muchas fueron las vidas de Rafael de Cózar.
Pisco Lira: “Estamos vivos mientras sigamos vivos en la memoria de los demás”
Tetuán, 10 de abril de 1951, se lee en la ficha biográfica del Diccionario de Autores. Un “Quién es quién en las Letras Españolas” que se publicó con la coordinación de su buen amigo Andrés Sorel, anarquista y madridista, el equipo de la Saeta Rubia. Rafael nace el mismo año que su amigo Arturo Pérez-Reverte y que Javier Marías, amigo de su amigo. Ese año 1951 le dan el Nobel de Literatura a un sueco, valga la redundancia. El casi impronunciable Pär Lagerkvist, conocido sobre todo porque su novela Barrabás fue llevada al cine y encarnado el antihéroe de los judíos por Anthony Quinn. Cózar no era nada académico. En un paseo por la Sevilla de Bécquer y Montesinos, en la que vivió de alquiler en la calle Pascual de Gayangos y en propiedad en un piso de la calle Imaginero Castillo Lastrucci, al pasar en Teodosio por la antigua sede del Pecé me contó que le ofrecieron el carnet de la CNT, gentileza que rechazó “porque con carnet dejaba de ser anarquista”. El carnet ni en la boca. Espadas como labios. La que le dejaba Arturo cuando lo inmortalizó como personaje de El caballero del jubón amarillo, una de las novelas de la serie de Alatriste.
Rafael de Cózar volvió donde solía. Al aula de Grados de la Facultad de Filología. Donde se jubiló como catedrático después de una singladura que inició con tres años de estudios en Cádiz, una vuelta a España en un Citröen descapotable para elegir Sevilla como tierra prometida de un norteafricano del Sur. Hizo la tesis sobre el Postismo y los movimientos de vanguardia de posguerra. Editó la antología poética de Carlos Edmundo de Ory y fue su chambelán cuando el gaditano pregonó el Carnaval de Cádiz en 1983 disfrazado de Mefistófeles.
Diez años sin Cózar. Una preposición que no encaja con quien fue con de tantas cosas. Subordinó su propia obra para apoyar y realzar la obra de los demás. Con el saluda del decano y la directora del departamento, se inició la lección magistral del profesor De Cózar, esta preposición inseparable de su persona. Miguel Cruz Giráldez hizo una semblanza del poeta y de su poesía visual. Una de ellas me acompaña desde hace años en mi mesita de noche. Antonio Molina Flores recordó al amigo al que conoció en la noche de los tiempos, en 1976, el año que Adolfo Suárez llega a la presidencia del Gobierno. Un Cózar veinteañero organiza en Sevilla un homenaje a Luis Cernuda en el que participaron Juan Gil-Albert, Jaime Gil de Biedma, editor de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano en Taurus, y Luis Antonio de Villena, que a última hora sustituyó a Francisco Brines.
Jesús Vigorra se ha convertido en el nuevo tercer hombre de esta delantera Stuka de la literatura. Este trío de mosqueteros que cada vez que acudían al Lope de Vega agotaban el papel de la concurrencia: Arturo Pérez-Reverte, Juan Eslava Galán, vecino de Cózar cuando el de Arjona vivía en la calle Leonor Dávalos, casa que estaba convencido de que en tiempos fue un prostíbulo que visitó Queipo más de una vez, y el propio Fito. Los tres amigos que estaban reunidos en la taberna El Gorrión de Jaén cuando emergió el título del celebrado libro de Eslava Galán: Una historia de la guerra civil que no le va a gustar a nadie. De la guerra a la posguerra y sus vanguardias.
Casi toda su obra la presentó Cózar en La Carbonería (el último sitio donde muchos lo vimos en el 80 cumpleaños de Paco Ibáñez). Por eso acudió a la antigua Fábrica de Tabacos Pisco Lira, el hijo del anfitrión del escritor. “Estamos vivos mientras sigamos vivos en la memoria”, dijo Pisco. En ese sentido, Cózar sigue vivo, aunque Ana, su hija, Ana de Cózar Turrión, pensará lo que me decía la Chispa, la viuda de Camarón, cuando fui a entrevistarla un año después de la muerte de José Monge: “Camarón sigue vivo para todos menos para mí”. Ana tiene veinte años cuando pierde a su padre y una década después leyó un texto titulado Diez años sin ti. Al día siguiente, no sabía nada cuando llegó en avión a Sevilla desde Londres, donde estaba de Erasmus. Venía con un sombrero Borsalino como los que Arturo le regalaba a su padre para darle una sorpresa. Antonio Molina se reencontró con la que había sido su alumna de una asignatura llamada Movimientos Estéticos Contemporáneos.
Isabel Román recordó al compañero en el Departamento. Al profesor original, generoso, ahijado intelectual de Francisco López Estrada. Más de una vez contamos en los papeles sus clases de Español para extranjeras, saetas rubias, walkirias morenas, una adaptación de La tesis de Nancy de Ramón J. Sender. Uno de los libros que presentó en La Carbonería se titulaba Ojos de uva. Un libro que dedica a Cati, una periodista norteamericana que en Sevilla se dedicó a enseñarle inglés exprés a Román Orozco antes de que cambiara su despacho en el Polígono Calonge al frente de Diario 16 Andalucía por una corresponsalía en Washington. Ahora le será de poca utilidad en su retiro manchego de Manzanares. Orozco le encargó a su amigo Cózar hace casi cuatro décadas, en 1985, un análisis de comentarios de texto de las canciones que sonaron en el festival de la OTI que se celebró en Sevilla y que ganó México coincidiendo con el terremoto de ese país.
Al aula acudió Natalia Turrión, su compañera de vida. Hablaron Begoña López Bueno y Manuel Ángel Vázquez Medel, que recordó el perfil de Cózar en la página 1.069 de la Gran Enciclopedia de Andalucía, el proyecto del cura Javierre. Hubo muchos amigos, compañeros, admiradores: Jacobo Cortines, Rocío Rojas-Marcos, Juan Montero… La estela de Cózar es muy alargada, como su tiralíneas poético entre Chinatown y River Side New York que editó en Lautaro con Ángel Leyva, surrealismo mágico.
Hollywood está muy lejos de Bormujos, me dijo en una ocasión Juan Diego, hijo de ese pueblo del Aljarafe donde Cózar tenía su Biblioteca de Alejandría. Bormujos está muy lejos de Estocolmo. No pude estar en Filología porque a la misma hora presentábamos en Botica de Lectores de Santa Catalina un libro sobre El Rinconcillo que ha escrito Fátima Rosado de Rueda, tataranieta del iniciador del negocio familiar. Abrí el acto con unas palabras de Cózar evocando su salida del aula, “el cansancio del día ya visible en la tiza de los dedos y el polvo en el gabán”, camino de la tertulia de los jueves en El Rinconcillo que se fundó en 1984, hace cuatro décadas. El año que muere Vicente Aleixandre. Un grupo en el que estaba Rogelio Reyes, cuyo abrazo con Andrés Sorel en el homenaje del Ateneo retrataba mejor que nada la grandeza de espíritu de Rafael de Cózar, vanguardista sin etiquetas, genio sin alardes. Pero siempre con. A, ante, bajo, cabe, con, contra, De Cózar… Desde Chinatown hasta Bormujos.
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