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Una unidad de cuidados paliativos (2-1)

Huesca-Sevilla | La crónica

El Sevilla vuelve a reanimar a otro de los equipos moribundos de la Liga, en este caso el Huesca, tras protagonizar un dominio tan real como estéril

Aunque la responsabilidad se debe extender a otros, la figura de Machín queda señalada para mal

La recta final estuvo marcada por las decisiones del VAR

André Silva sufre una dura entrada durante el partido. / EFE

El Sevilla es una verdadera calamidad y de eso no se salva absolutamente ninguno de sus responsables deportivos, desde el entrenador, Pablo Machín, por supuesto, hasta el director deportivo, Joaquín Caparrós. Pero que nadie eluda sus responsabilidades y también cabría meter en ese saco, con todos los motivos, al presidente, José Castro y a unos futbolistas, con alguna excepción, no muchas, que se muestran incapaces de defender la camiseta y el escudo con la capacidad que se les presupone. Y no, no se trata de apelar a la hombría, al orgullo y a otras características que tengan que ver con el esfuerzo, que por supuesto sí lo ponen, sino del nivel mínimo exigible para la plantilla de este Sevilla 2018-19. Nadie podrá extrañarse, por tanto, de la nueva derrota de los blancos en su visita al Huesca, a pesar de lo que se vio en el campo de El Alcoraz, que fue un dominio casi absoluto de los visitantes, aunque sin el menor convencimiento sobre sus posibilidades de darle la vuelta a la tortilla.

Seguramente, será Machín quien pague los platos rotos con esta nueva derrota, ya que la situación del técnico soriano es absolutamente indefendible con los números en la mano, y el fútbol sólo entiende de eso, de resultados, jamás de sensaciones ni de otras cuestiones que tienen mucho más que ver con lo subjetivo que con lo objetivo. Lo cierto es que el Sevilla pierde, pierde y vuelve a perder, todo lo contrario al axioma que tanto pregonara el malogrado Luis Aragonés Suárez. Así que lo más fácil será prescindir del entrenador.

Sería, en caso de optar por esa vía, una decisión preñada de lógica, pero también de injusticia, pues permanecerán otros actores que han tenido mucho que ver con el desastre que es este Sevilla y que ya han sido expuestos en el primer párrafo de este relato de los hechos a los que condujo el zapatazo de Chimmy Ávila sobre la bocina en Huesca.

Pero no conviene dispersarse en exceso con lo que tiene que ver con el futuro, o con el presente más inmediato, y sí tratar de centrarse en la enésima derrota del Sevilla como forastero, en ese equipo que es capaz de darle un hálito de vida hasta al más moribundo de los adversarios. Porque se ha utilizado erróneamente el término de que el Sevilla es capaz de resucitar a quienes se enfrentan a él. No, no es así, el cuadro de Machín, sin frivolizar sobre ello y sólo por utilizar una figura que lo explique fielmente, es un método eficaz de cuidados paliativos. Es capaz de darles una alegría a unos contrincantes que vuelven de inmediato a la situación agónica real y se topan con que sus triunfos fueron un espejismo. Ahí están el Celta y el Villarreal para evidenciarlo, pues siguen exactamente igual de mal, perdiendo con todos..., excepto con el Sevilla, claro.

Y no tardó el cuadro sevillista en demostrar que otra vez estaba dispuesto a ello en la tarde oscense. Apenas siete minutos y casi en el primer ataque real del Huesca, varios futbolistas del Sevilla asisten en una posición privilegiada, incluso como actores de la película, a un balón que controla Galán por la izquierda. Ni Sarabia ni Jesús Navas hacen nada para impedir el pase del lateral del cuadro azulgrana, al contrario casi se desentienden de la acción. Pero es que cuando la pelota llega al corazón del área, ni Kjaer, que es el más responsable por verlo todo de cara, ni Mercado, que era quien estaba emparejado en principio con Juanpi, tampoco se enteran. El ex malaguista sólo tiene que controlar y marcar con facilidad ante un Vaclik vendido.

Kjaer protege el balón ante un rival. / EFE

El Sevilla se había puesto por debajo bien prontito y esta vez ni siquiera podía protagonizar esas primeras partes en las que deja que el tiempo transcurra sin que pase absolutamente nada. Esta vez debería remar contra la corriente desde casi el principio del juego en una cita que Machín había vuelto a afrontar con su sistema de tres centrales y dos carrileros, evidenciando que lo del Barcelona, con la zaga de cuatro, había sido un espejismo.

La reacción tenía que ser lógica ante ese uno a cero tan tempranero. El partido, sin embargo, no parecía fácil, pues Banega era hostigado por Ferreiro y Juanpi cada vez que trataba de recibir y el resto de los sevillistas parecía ajeno a esa tarea. Ni los centrales daban un paso adelante, ni los delanteros ayudaban en la salida. Pero las diferencias de nivel entre unos y otros eran grandes y los forasteros debieron empatar al cuarto de hora, cuando Miramón sacó dos veces entre los palos sendos remates de Promes y de Sarabia en una anticipación de Kjaer, sí de Kjaer aunque pueda parecer mentira.

Fue una declaración de intenciones que no tuvo mucha continuidad, sin embargo, porque el Sevilla fue un quiero y no puedo. Después de que Vaclik salvara un cabezazo de Diéguez en un córner, el cuadro de Machín tuvo muchas llegadas por los costados, sobre todo a través de Jesús Navas, pero ni un solo centro capaz de generar un peligro real. Es más, los pases del palaciego eran incluso malos para la ventaja con la que se ponía en esos lugares tan avanzados.

Fue un avance de lo que iba a ser la segunda mitad, un verdadero monólogo de la escuadra visitante hasta que, paradójicamente, consiguió el empate desde el punto de penalti. El Sevilla se echó arriba ante un Huesca que pareció firmar la rendición y optó por defenderse con más acumulación de hombres que con calidad, pues las llegadas blanquirrojas fueron continuas y cualquier otro equipo las habría convertido en goles, sin ningún género de dudas.

Machín, incluso, hizo un doble cambio al meter a Wöber y Munir para variar a una defensa de cuatro con media hora por delante. El partido se convirtió en un acoso y derribo en el que el Sevilla acumulaba hombres arriba y el Huesca despejaba sin rubor al contrario para que todo volviera a empezar. Un córner, otro; un centro de Jesús Navas, otro; un balón interior, otro... Era un ejercicio de impotencia por parte de un Sevilla incapaz de marcar ningún gol pese a su dominio de no haber sido por un derribo de Herrera a Mercado tan innecesario como claro cuando ya había comenzado la exhibición del VAR.

Increíble que ningún sevillista, por cierto, no reclamara la segunda amarilla para el venezolano en una clara demostración del nulo espíritu reivindicativo que tiene ahora mismo la tropa de Machín, Castro, Caparrós y compañía. Y después de anular un gol que pareció dudoso de Ben Yedder en un fuera de juego difícil de ver de Andre Silva, es también veraz que puede haber orsay en la acción previa al penalti y que después se puede discutir unas manos de Chimmy Ávila en la jugada que acaba con otro gol bien anulado a Munir por fuera de juego que no hubiera existido de haber sido penalti y expulsión del goleador final. Demasiadas cosas. Fue la exhibición postrera del VAR para un De Burgos Bengoechea que parecía no enterarse absolutamente de nada y que lo dejaba todo en las manos de los jueces de los monitores.

Pero hubiera dado igual, el Sevilla era una calamidad tal en todos los aspectos que estaba condenado a caer en Huesca, como ya lo hiciera en Vigo y en Villarreal. Los dedos señalan fijos a la figura de Pablo Machín, condenado por el viejo axioma de que no hay quien salve al entrenador que no gana, pero la responsabilidad de ese desastre que responde ahora mismo por Sevilla Fútbol Club cabe extenderlas a José Castro, Joaquín Caparrós y todos los que tengan algo que ver en cualquier decisión deportiva en la entidad nervionense. Así en los éxitos como en los fracasos, ¿o no es así?

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