Eindhoven: el Sevilla retorna al pórtico de la gloria
PSV Eindhoven-Sevilla | El reportaje
El Sevilla retorna 17 años después al lugar donde reescribió su historia y empezó a forjarse el prestigio internacional
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La previa del PSV Eindhoven-Sevilla
Dieciséis años y diez meses después, siete títulos europeos después, el Sevilla retorna al pórtico de la gloria. A su Ítaca. Eindhoven. Desde aquel 10 de mayo de 2006, oír ese nombre siempre, absolutamente siempre, despierta el vuelo de alegres mariposas en la memoria de cada sevillista que tuvo el privilegio de estar allí.
Entonces, el Sevilla era uno de tantos figurantes en el concierto continental. Hasta ese año, el hecho de disputar un torneo europeo era un premio, no una rutina como hoy siente cualquier hincha de menos de veinte años. Alcanzar una semifinal continental aquella tarde de barro en San Petersburgo ya fue historia. Pero la pelota combada que salió de la zurda de Puerta ante el Schalke hizo añicos ese hito. Fue un Big Bang.
Aquel Jueves de Feria que en puridad ya era viernes, cuando el Sevilla se supo finalista, las parejas acabaron bailando por sevillanas subidas en las barras de las casetas. Y el 10 de mayo posterior, aficionadas sevillistas jugaron una prórroga de gozo bailando de nuevo por sevillanas en la Markt Platz de Eindhoven. Y con la bandera encarnada del Centenario como mantoncillo. Mucha sevillanía cupo ahí.
La Markt Platz fue elegida por la UEFA como la Fan Zone de los aficionados sevillistas. La primera final continental trajo anglicismos desconocidos en los pagos provincianos, como entonces era Nervión: ¿Fan Zone? ¿Media Day? La recoleta plaza, entonces aún holandesa, fue el escenario de una fiesta dionisíaca desde primeras horas de la mañana. El rojo rabioso de las camisetas, banderas, bufandas y pancartas sevillistas era el mismo que el de los ocasionales aficionados del Middlesbrough que allí acudieron para dar todo un ejemplo de deportividad, cordialidad y convivencia. Unos aficionados de Cantillana ofrecieron un papelón de caña de lomo, jamón y queso a unos sonrosados ingleses que agradecen la cortesía. Mejor disfrutar antes, por si acaso. Y bien que hicieron.
Lo único verde del decorado es la conocida marca de cerveza que patrocina la final. Sólo la multinacional sabrá los litros de cerveza que corrieron ese día por aquel manicomio.
Unos mil sevillistas se desplazaron el martes 9, vísperas de la final. Entre ellos, 575 en un imponente Jumbo de dos plantas que transportó al equipo, los consejeros, aficionados con número de carnet bajo y periodistas. Todos respiraron con alivio después del brusco frenazo que el enorme trasto dio al tomar tierra en el minúsculo aeropuerto de Eindhoven. En la cinta para recoger el equipaje, mucha gente se acerca a saludar con sincera admiración a un señor de mayestático porte sentado en silla de ruedas. Atiende por Roberto Alés y fue quien había plantado la semilla milagrosa, con Monchi a su lado, seis años antes.
Más de 6.000 aficionados volaron ya el mismo miércoles en los aviones fletados por el club. A ellos había que añadir los que organizaron los viajes por su cuenta. En avión, tren, coche o furgoneta. Hasta 4.000 se plantaron allí sin entrada. Todo el mundo, hasta el sevillista más optimista, estaba convencido de que era entonces o nunca.
Fluyeron sevillistas de los cinco continentes. Borja Florido partió de Sevilla el lunes a primera hora de la mañana en un coche junto a su padre, su hermano, su tío y un primo hermano. Hicieron noche en Poitiers, Francia. Y la siguiente, en Amsterdam. Esa noche del martes, el Barrio Rojo de la bella ciudad aún holandesa lo fue más que nunca, con sevillistas e ingleses ataviados con sus camisetas, pululando por sus calles y dejándose llevar por su efervescencia nocturna. Mejor disfrutar ya, por si acaso en la final... Alguno que otro, hasta se entregó a la luz roja de la concupiscencia.
En un pub, ya de madrugada, un grupo de sevillistas entona la versión de La Marsellesa y son interrumpidos por los cánticos de otro grupo de ingleses. El tono se va elevando hasta que las sonrisas desaparecen de una y otra parte y cae un silencio que no anticipa nada bueno. Una oportunísima carcajada acompañada de un brindis apaga el conato y todo acaba en abrazos de buen rollo... Tan fortuito fue como un balón que rebota en un poste.
La mañana del miércoles, un interminable reguero de sevillistas se encamina desde las inmediaciones del Philips Stadion a la Markt Platz. Muchos de ellos desfilan como tramos de nazarenos por un extraño acerado que bloquean, mientras los lugareños, aún holandeses, se quejan, enojados, en sus bicicletas. Se trata de un interminable carril bici, algo aún ajeno al sevillano de a pie.
El 10 de mayo debe institucionalizarse como el Día Mundial del Abrazo. Los sonados y emotivos reencuentros se sucedían en la Fan Zone, convertida en una suerte de Jardín de las Delicias. Amigos de la infancia, familiares lejanos, ex compañeros de trabajo. Todos se pellizcaban de júbilo, convencidos de la excepcionalidad del momento. Como banda sonora de esa película de gozo infinito, el himno oficial, o el del Arrebato, el mayor legado del Centenario. Hasta Silvio, el sevillista que le cantó al Betis, sonó ese día.
En una pantalla se proyecta el vídeo oficial que el club montó para celebrar sus cien años. Y el éxtasis llega con la banana que dibuja un zurdo criado por las ubres sevillistas (cuánta literatura había ya y cuánta amarga manó luego) para tumbar al Schalke. “¡Gooooooooooool!”. Casi como aquel Jueves de Feria sonó en la Markt Platz.
Luego, en tropel, el amistoso y embriagado ejército rojo fluyó, carriles bicis mediante, hasta las inmediaciones del Philips Stadion, un recinto que, este sí, parece por fuera un centro comercial y no un estadio de fútbol. Allí atronó el sevillismo para recibir al autobús de los futuros campeones. Luego llegó el rostro de alegría llorosa de Martí tras Luis Fabiano en el 1-0, el 4-0 de Kanouté y la entrega de la Copa a Javi Navarro con los Príncipes de Asturias partícipes del momento histórico.
Entre ambos goles, los dos de Enzo Maresca. “¡Ha sido de los mejores días de mi vida”!, exclamó luego el italiano. Y de cualquier sevillista. Muchos de ellos, cuando el centrocampista hizo el 2-0, descubrió el significado de la palabra éxtasis. “Europa nunca vio tanta alegría”, tituló Marca el día siguiente tras lo que se formó en las calles de Sevilla esa noche. Chapeau. Lo clavaron. Cuando regresaron los campeones el jueves, aguardaba una ciudad recalentada, humeante, que olía a pólvora. Una ciudad resacosa que se aprestaba a otro día de Feria.
Ocurrió en Eindhoven. Allí se levantó para los sevillistas el pórtico de la gloria. Y allí regresan hoy los agraciados para que esas mariposas sigan revoloteando en la memoria. Por siempre.
Aquel balón de Maresca reposa en un salón de Sevilla
Nacho Corredera, sevillista de 42 años que llegó a jugar en la cantera del club, guarda un tesoro en su casa: el balón de la final que portaba Enzo Maresca. “Salté y eufórico me acerqué a él, a Dani Alves y Fernando Sales. Se le cayó la pelota y se la quise devolver, pero me dijo que me la quedara. Y me la guardé en la mochila...”. Nacho tenía entrada para la final, pero no su hermano mayor, Manolo. “Mi familia no lo sabe, pero me gasté 700 euros para que pudiera estar allí con mi otro hermano, Daniel, y conmigo. Pensaba que sería nuestra única final. Era costara lo que costara. Manolo fue a parar a una zona con afición de los dos equipos, pero hubo buen rollo. Lo peor fue el descontrol de la vuelta. Nos metían en los aviones como ganado. Pero mereció tanto, tanto la pena lo que viví con mis hermanos...”.
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