Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
Primera vuelta al mundo
Una cuarta parte de la tripulación que acompañó a Magallanes y Elcano en la primera vuelta al mundo murió de escorbuto. La enfermedad, conocida también como la peste del mar, provocaba a los viajeros que las largas travesías mantenían malnutridos unas terribles inflamaciones en las encías que impedían la ingesta de alimento. Los marineros morían de inanición. Resulta paradójico que en un viaje trazado de incertezas, violencia, motines y penurias, apareciera como contratiempo más grave la escasez de comida fresca. No repararon los tripulantes que, ingiriendo diariamente una pequeña dosis de clavo que almacenaba en su bodega la nao Victoria, motivo del viaje, habrían recibido la cantidad suficiente de vitamina C para evitar la enfermedad y la muerte.
Y no dieron en el clavo porque era imposible que lo hubieran hecho en aquel instante. Ni los comandantes ni los marineros ni siquiera el personal sanitario a bordo podían haber acaso imaginado que la falta de vitamina C era la causante del escorbuto. Tampoco que la preciada especia por la que habían partido de Sevilla, de la que acumulaban unos 60.000 kilos en la bodega de la nave procedentes de las Molucas, era más rica en la vitamina C que las naranjas y que los limones. La medicina y la farmacología de la primera mitad del siglo XVI eran tan poco científicas como la alquimia medieval.
La expedición a las islas de la Especiaría, las Molucas, salió sin médico ni boticario. La peligrosidad de la empresa reconduciría probablemente los pensamientos de quien adquirió los utensilios de la cirugía, que decidió finalmente no embarcar. El mensaje no era el más alentador para los alrededor de 250 hombres que iban a bogar por mares desconocidos durante dos largos años, según el cálculo inicial. La asistencia sanitaria corrió pues a cargo de un cirujano de Sevilla y dos barberos, naturales de Galdácano y Mérida, en cuya dotación también faltó el farmacéutico, aunque sí hubo uno, establecido en Sevilla, que estuvo a cargo de preparar por encargo un variado inventario de aceites, ungüentos y otros preparados pensados para hacer más llevadera la gesta por venir.
Es lo que explica Antonio Ramos Carrillo, profesor de la facultad de Farmacia de la Universidad de Sevilla, que junto a Cecilio J. Venegas Fito es autor de La botica de la expedición de Magallanes y Elcano (Taberna Libraria), un estudio detallado del cajón de medicamentos que completaron la primera circunnavegación como los demás de a bordo. El coste de la valija medicamentosa fue de 12.348 maravedíes, algo menor que los 16.513 maravedíes que costaron los ornamentos religiosos con los que rogarle a Dios.
Los investigadores manejan la cifra de 65 los marineros que cayeron por escorbuto a lo largo de la travesía. Fue tocar el Pacífico y comenzar a escasear con crueldad las reservas de vitamina entre la tripulación. Lo que no sabían los marineros rasos es que Magallanes tenía un secreto, la carne de membrillo. "Algunos historiadores dan crédito a las confituras de membrillo que se había llevado para protegerse del escorbuto a sí mismo y a algunos de sus oficiales", explica la historiadora Carla Rahn Phillips en la revista Andalucía en la Historia, quien aclara sin embargo que "probablemente muchos de los hombres sobrevivieron gracias a la comida habitual de toda la vida. La vitamina C, el remedio para el escorbuto, podía quedar almacenada en el hígado durante meses si la comida habitual había sido rica en la vitamina" antes de iniciar el viaje.
Durante la historia de la navegación, entre los siglos XV y XVII –recuentan los investigadores–, la estimación es que murieron más de tres millones de personas por escorbuto, principalmente la gente de la mar. Aunque la enfermedad era desconocida entonces, era sabida su existencia y los síntomas. Cualquier capitán que se echaba a la mar durante un tiempo sabía que una parte sustancial de su tripulación enfermaría y que muchos de ellos no lo llegarían a contar.
A lo largo de estos siglos surgieron numerosas teorías sobre el origen de la peste del mar y su aparición en los navíos, llegándose a achacar al temporal, a las grasas de las cocinas de los buques, al hacinamiento o a las malas condiciones higiénicas. No fue hasta la mitad del siglo XVIII, tres siglos después de la expedición de Magallanes y Elcano, cuando James Lind descubre finalmente la cura de la enfermedad.
Se comprende que Elcano arribara a Sevilla defendiendo ante Carlos I la proeza de certificar la redondez del planeta, al rey le habría interesado más, en cambio, pero mucho más, haber visto con sus ojos el género esperado de las Molucas, algo que se acercara al cargamento cercano a los 800.000 ducados que dio de sí la pimienta que Vasco de Gama llevó a Lisboa en 1499. Carlos I y el resto de inversores de la expedición tuvieron que conformarse sin embargo con los apenas 923 ducados que transportó de regreso la Victoria, dinero suficiente, en cambio, para compensar el coste de la Armada de la Especiería.
La canela, la pimienta, la nuez moscada y el clavo llegaron a ser más valiosos que la plata. La pimienta fue unidad de trueque monetario. El valor de las especias era inmaterial. La cada vez más numerosa y boyante burguesía demandaba el producto como un signo de distinción. Porque no solamente se empleaban las especias para conservar o camuflar el olor de los alimentos en proceso de putrefacción, porque no solamente se trataba de la cantidad de propiedades terapéuticas o afrodisíacas que se les pudieran atribuir, sino que la mera posesión de la pimienta infundía a su detentor la misma aura que provoca hoy disponer de un Ferrari en el garaje de casa y lucirlo por el barrio donde están los colegas.
La pimienta que los venecianos vendían al por mayor generó beneficios brutos tres veces superiores al que la cocaína lo hace hoy en el Bronx neoyorquino. El margen del veneciano era del 2.700%. Podía ser más. La nuez moscada que compraban los adinerados en los mercados del Londres y el París del siglo XV pagaban una diferencia del 70.000% respecto al precio de origen. No era de extrañar por tanto que la pretensión de unos y otros fuera acceder a las especias.
Con el mercado veneciano obturado desde la Caída de Constantinopla (1453), fue obsesión de los europeos readentrarse al circuito de las especias. El objetivo era buscar rutas alternativas que evitaran los caminos controlados por el Turco e intentar alcanzar el nivel de los mercaderes de la opulenta Venecia. Pioneros en tal empresa fueron los portugueses, que tomaron la ruta del Levante después de haber superado el Cabo de Buena Esperanza, del Atlántico al Índico.
Copada la ruta oriental por el rey de Portugal, a España sólo le quedaba la ruta occidental y respetando el Tratado de Tordesillas, el acuerdo por el que las dos coronas ibéricas se repartieron el peinado del mundo. El objetivo declarado no era otro que llegar a las islas de la Especiería (actual Indonesia) sin quebrantar el derecho ni soliviantar a los mahometanos. Así quedó firmado en el contrato que rubricaron Magallanes y Carlos I después de una entrevista en Valladolid.
Ni el clavo ni el jengibre ni la nuez moscada ni la pimienta ni el sándalo eran especies que pertenecían al acervo herbóreo del descubrimiento de América. Aunque eran conocidas en Europa, la ruta abierta por Magallanes y Elcano proporcionó un mejor acceso y su paulatina popularización causó un salto cualitativo no menos importante que la gesta histórica, cultural, militar y económica del viaje que concluyó de modo accidental con la primera vuelta al mundo.
Los cinco barcos de los que se hizo cargo Magallanes transportaron más vino que pan y menos fármacos que crucifijos. De tales números dan constancia la actas que dan fe de los preparativos que precisó la Armada de la Especiaría, rumbo a las Molucas. El producto que menos gasto causó fue el relacionado con la curación. El gasto en botica fue de 16.153 maravedíes, 16.513 fueron los maravedíes que debieron abonarse por el ornamento religioso, mientras que el alimento, el pan y el vino, costaron 363.480 y 511.247 maravedíes respectivamente. Los números no engañan: el gasto sanitario fue cuarenta veces menor que el vino y veinte menor que el pan.
"Botica y otros víveres, avíos y pertrechos para la navegación y para la vida cotidiana, tanto de paz como de guerra", explican Antonio Ramos Carrillo y Cecilio J. Venegas Fito en La botica de la expedición de Magallanes y Elcano (Taberna Libraria), el primer estudio en 500 años dedicado al manuscrito del inventario de botica de la expedición que concluyó con la primera vuelta al mundo de la historia y que da fe de la obsesión que debió atormentar durante semanas a quienes se ocuparon los hacedores de tales relaciones, listas y numeraciones que debían dar seguridad a un viaje que nadie sabía el tiempo real que ocuparía.
Las cuentas se hicieron para sólo dos años. La dieta básica consistía en agua y galleta o bizcocho (bis-cotto), o sea, dos veces cocido, en previsión del moho. En el inventario de los medicamentos se encuentra un variado muestrario de recetas para su empleo en alta mar: aguas, aceites y ungüentos que tratarían de confortar de las fracturas óseas, mitigar las diarreas, reforzar el hígado, quitar los vómitos, calmar los dolores, servir de purgantes y un resto de remedios contra la artritis, los callos de los pies o aun del escorbuto, una cura que no fue lo terapéutica que se habría esperado. Entre los alimentos, cabe destacar las 5.700 libras de carne de tocino, 200 barriles de sardina, 984 quesos, 400 ristras de ajo y cebolla, 1.512 libras de miel, 3.200 libras de uva de Málaga y 253 toneles de vino de Jerez.
Junto a los enseres comentados, y al igual que sucedía con las expediciones oceánicas de aquellos tiempos, Magallanes cargó en la bodega con la llamada mercadería de rescate. Los europeos que conocían otros pueblos sabían de la predisposición humana al comercio. El comandante portugués también, por eso mandó llevar en las bodegas 920 kilos de azogue, que era usado como falsa plata rápida; otro tanto de bermellón, que tuvo un largo uso cosmético, y 4.600 kilos de alumbre, empleado contra el mal de ojo.
Y, pese a que los comandantes recomendaban entonces el esparcimiento de la tripulación debido a la exigencia de la alta mar en las cabezas de los marineros, Magallanes solamente embarcó consigo cinco tambores y veinte panderos para la diversión. No debió de ser abundante el tiempo ocioso a bordo entre tanta sangría bucal y crueles escorbutos.
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