El vuelo de Ícaro

02 de mayo 2010 - 05:03

(A Antonio Barrero Ripoll, in memoriam)

Conforme se me aplacaba el disgusto por la muerte de Antonio dando paso a la pena, se me fue incrustando en las mientes el mito de Dédalo e Ícaro. Dédalo fue un prestigioso arquitecto, escultor e inventor muy respetado en Atenas. Su sobrino y discípulo Talo le iba aventajando. Por soberbia y celos, Dédalo lo mató. Condenado a muerte, logró escapar a Creta. Fue recibido con honores y prestó servicios al rey Minos, en particular construyendo el laberinto para el monstruoso Minotauro. Pero Dédalo, por las vilezas de su carácter, acabó de nuevo encerrado y, por la grandeza de su ingenio, planeando una huida. El joven que le acompañaría en este nuevo avatar de su vida sería Ícaro, el hijo que había tenido con una esclava. El plan fue elaborar dos pares de alas con plumas de aves engarzadas con hilo de lino y pegadas con cera de abejas. Padre e hijo partieron y su inexperiencia en el vuelo les hizo aconsejable buscar el equilibrio a media altura. Cerca del mar podrían caerse e incluso hacer que las salpicaduras de las olas destruyeran las alas; muy alto, el calor del sol podría derretir la cera. Atraído por la belleza del cielo y el canto de los pájaros que volaban por encima de él, Ícaro no hizo caso al padre. La osadía de volar tan alto como pudo le costó la vida. Dédalo, en cambio, llegó a Sicilia y continuó su vida llena de honores y placeres, aunque en algunas versiones del mito también acabara mal.

Los científicos formamos un grupo humano tan variopinto como cualquier otro, pero entre los mejores de nosotros se vislumbran con cierta nitidez y abundancia los dédalos y más discreta y raramente los ícaros. El prestigio y la riqueza perseguidos y a veces alcanzados por los dédalos no las empañan algunas de sus miserias, sino el miedo al brillo de otros, en particular de sus discípulos, y la roma prudencia del vuelo de baja altura. La grandeza de los ícaros está sobre todo en su ansia del vuelo alto y valeroso motivada por intimidades inescrutables que nada tienen que ver con honores y ambiciones. Entre estos ícaros destacaba Antonio, porque además dominaba los intríngulis del vuelo como jamás habría soñado Ícaro.

¿Cuándo dominó el hombre el vuelo de los pájaros? Cuando entendió la dinámica de los fluidos, en particular, cómo fluyen los cuerpos sólidos en el aire. En Sevilla, esa exótica ciudad del extremo sur de Europa que construía aviones, aterrizó hace treinta años el maestro de esa dinámica de fluidos. Era el Ícaro que de verdad entendía cómo, y sobre todo por qué, había que engarzar las plumas con hilos de lino y cera de abejas para volar. En lugar de temer y odiar a sus discípulos, los amaba de la manera más recia: transmitiéndoles su saber con exigencia extenuante. A los talos de los que se rodeó, lejos de sentir celos y explayar en ellos su soberbia, a modo de Dédalo, los cuidó para que le sucedieran. Llegó la osadía de Antonio a impulsar toda una escuela de maestros del arte, o sea, de la industria, de volar: la Ingeniería Aeronáutica de su ciudad adoptada. Y lo que podía temerse que le faltaba para ser nuestro Ícaro me lo desveló Regina, su mujer, la mañana aciaga de su incineración: su valor. Me contó cómo afrontó Antonio su vuelo: con mucho ánimo, optimismo y generosidad. Incluso con humor.

Seguramente hay un espacio-tiempo en que los amigos nos volvamos a encontrar. Será el Ignoto, el Jardín de los Recuerdos, el Paraíso... Unos cabalgaremos por sus praderas, otros navegarán por sus aguas o pasearán por sus alamedas, pero todos alzaremos las miradas, con la más ancha de nuestras sonrisas, cuando veamos a Antonio surcar el aire agitando afanoso y ufano sus alas . Perseguirá a los pájaros no sólo para disfrutar de su belleza y cantos, sino para escrutar con todo rigor y exactitud su batir de alas.

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